martes, 28 de abril de 2015

Alquimia local







La política fragua las más extravagantes amalgamas. Deformar los materiales en busca de una apariencia sólida es parte de su alquimia torcida. También suele presentar como nueva una pieza que ha sido rastrillada una y mil veces contra las barandas de los edificios públicos, por no hablar de la sencilla falsificación que es su estrategia más corriente: bañar con un material noble a la simple quincalla. De modo que el ciudadano debe posar de joyero, ponerse el monóculo e ir descartando algunas piezas que se exhiben en la vitrina.
En Antioquia cada cuatro años se meten más o menos los mismos materiales en una centrifugadora y el resultado –endeble y arrevesado– se somete a consideración de los electores. El ejercicio de este año ha decantado en primer lugar una partícula de gran resistencia, formada en los primeros sismos y con un magnetismo frente a las impurezas. Juan Gómez Martínez, con ochenta años bien cumplidos, suena para ser el número uno en la lista del Centro Democrático al concejo. Gómez Martínez ha dejado de ser azul –godo es y seguirá siendo– y se ha convertido en una reliquia del Uribismo. Fabio Valencia Cossio, cuyo material corrugado se encuentra en todos los municipios del departamento, ha terminado por llevar sus mayorías al Centro Democrático. De modo que la renovación de Uribe en Antioquia significa solo unos golpes de martillo a los viejos fortines azules. La fantasía de Luis Alfredo Ramos también hizo se aleación con en el Uribismo, reducida luego de su mezcla con mercurio y otros elementos peligrosos en los socavones de Bello y Urabá. Liliana Rendón es parte de la bolsa que llevó Ramos al Centro Democrático, pero ni el alquimista mayor del partido cree en sus bondades. Tal vez la negocien por debajo de la mesa.
En partido Liberal siguen arrastrando a Horacio Serpa de feria en feria. Serpa es maleable y ha pelado el cobre en múltiples ocasiones. Ahora se toma fotos con Viviane Morales, una vendedora de cruces de la suerte. Esas dos figuras nacionales presentaron hace unos días la candidatura de Luis Pérez para la gobernación y Eugenio Prieto para la alcaldía. Pérez tiene su fusión con plomo desde la campaña pasada cuando el propio liberalismo lo señaló de estar aliado con los combos. Pero el señor se lavó con soda cáustica durante cuatro años y ahora, con corbata azul, es candidato del liberalismo. Prieto es una especie de moneda providencial que se lleva siempre en el bolsillo por si algo se presenta. Sofía Gaviria, hermana del alcalde, es la encargada de avivar el fuego sobre los materiales con el fuelle de la burocracia local. Desde la presidencia les da pudor poner sus adornos sobre Pérez, pero para un súper ministro que juega sin partido y en todos los partidos no hay problemas con la fatiga de materiales.
En otra orilla está Gabriel Jaime Rico, hombre de iglesia y palacio de convenciones que se refugió en un cargo público bajo el ala de su rival y ahora recoge a los díscolos de todas las orillas: Luis Fernando Duque, Julián Bedoya, José Ignacio Mesa, Olga Suárez Mira. Una candidatura “independiente” que hay que manejar con pinzas y mascarilla. Su gran ideólogo es Mauricio ‘El Chicho’ Serna, hombre de otra cantera. El ex gerente de la campaña de Santos le sirve como aval en los mercados nacionales.
Mientras tanto en el fajardismo intentan aleccionar a un uribista emancipado, mostrar una pieza todavía escondida bajo el lecho de la burocracia o pulir a un pupilo descarriado.



martes, 21 de abril de 2015

Cero victorias, solo golpes





En el Cauca hay muy pocas victorias militares que celebrar. Desde hace años se intenta deshacer a tiros el nudo de desconfianza social y conflictos rurales en la región. Allí se han encontrado la brutalidad armada disfrazada de utopía, la promesa de los narcos, la resistencia obstinada y solitaria de los indígenas y el Estado temeroso que atisba desde la mirilla. Y ha habido esquirlas para todos, casi por igual, siguiendo los principios democráticos de la guerra. De modo que los indígenas cargan a los militares para sacarlos de un cerro coronado de antenas, los militares señalan a los indígenas de ser milicianos, los milicianos convencen a sus ex compañeros de escuela de cargar un fusil, los guerrilleros estallan un mercado campesino para sacar a los policías y los policías disparan contra los campesinos en moto en un retén. Mientras tanto los narcos ofrecen, pagan, disparan, cobran. Una amalgama sobre las montañas que es muy difícil de entender desde los aviones y los helicópteros militares.
Hace cuatro años, luego de media hora de bombardeos sobre la vereda Gargantillas, en el resguardo de Tacueyó, en Toribío, el ejército entregó el parte de victoria contra el Sexto frente de las Farc y su “centro de operaciones especiales”. Corría marzo de 2011 y el presidente Santos felicitaba a sus hombres por la vía de los trinos luego de los truenos desde los aviones: “otro gran golpe a las Farc. En Cauca cayeron 15 terroristas en una operación conjunta de nuestra Fuerzas Armadas”. “Felicitaciones a las Fuerzas Armadas por otro golpe a las Farc en el tercer aniversario de muerte de ‘Tirofijo’. Seguridad democrática sigue adelante”. Nos hemos acostumbrado a la escueta tarea de contar cuerpos. Pero los encargados de velarlos y llorarlos entregaron una triste versión sobre esa resonante victoria. Entre los muertos había cuatro menores de edad, los otros eran adolescentes y todos estrenaban fusil y trinchera a órdenes de ‘Pacho Chino’. No llevaban más de una semana de campamento. “A estos niños sin experiencia nos toca echarles tierra encima”, dijo uno de los hombres de la vereda El Triunfo luego del bombardeo. Por su parte Fanny Ortiz, por entonces rectora del colegio Quintín Lame en Tacueyó, recordó que entre los muertos había dos estudiantes suyos. "Ese es uno de los flagelos contra los que luchamos: evitar que la guerrilla se lleve a nuestros niños".
Cuatro meses después las Farc pusieron un carro bomba frente al puesto de policía de Toribío, en pleno día de mercado. Su “bombardeo” dejó cuatro muertos y cerca de cuatrocientas casas afectadas. Ese día solo se pudo celebrar el triunfo de la selección Colombia que el presidente Santos vio entre los soldados y policías y las ruinas del pueblo.
Hace unos años el ministro de defensa señaló que el 70% de las acciones de las Farc están concentradas en cerca de 40 municipios donde vive apenas el 4% de la población nacional. El Cauca es sin duda el centro de buena parte de ese conflicto. La geografía, los cultivos de coca y marihuana, el aislamiento, la historia de una guerra larga los condenó a ser la almendra de los estallidos. Antes de clamar por los bombardeos, cantar victorias y maldecir ceses al fuego deberíamos al menos darle una mirada al Cauca, dirigir el oído hacia las palabras de quienes oyen los disparos y reconocen el zumbido de los aviones y los tatucos. Tal vez para ellos el único triunfo sea la pequeña reseña del ICBF que da cuenta de 250 niños que salieron de las filas de las Farc el año pasado. Llamar lista o cerrar filas.



martes, 14 de abril de 2015

Payaso de agosto





Un intelectual convertido en payaso. El hombre al que los titulares habían nombrado la “conciencia de la nación” ahora era un títere sin mano, un pregonero falaz. Desde los diarios se señalaba al escritor que había decidido mostrar sus culpas juveniles. “Es muy tarde para contarlo, lo teníamos que saber desde hace años, no es más que un pícaro muy astuto”, decían en el corrillo mientras compartían risas y comentaban que algo se había sospechado. El hombre decidió encerrarse a cumplir su escarnio acompañado de una libreta, un lápiz y un clásico del humor y la literatura inglesa. Terminó por escribir un libro de poemas, Payaso de agosto, que es también un reclamo contra la prensa y sus aullidos. “El payaso de agosto del que yo hablo es el payaso del circo, del que la gente se ríe, y así es como me sentía cuando los mediocres trataban de ridiculizarme”, dijo el hombre al secar la tinta y acabar su función.
Esa vieja pelea, entre prosaica y satírica, sostenida por Günter Grass y una parte de la prensa hace cerca de diez años, dejó lecciones que vale la pena revisar ahora que se ha apagado la pipa del escritor alemán. Grass publicó su autobiografía Pelando la cebolla y recibió el garrote, las acusaciones y las condenas que nunca imaginó.  Allí había dos o tres páginas donde mencionaba su militancia en la SS cuando tenía diecisiete años. Esa confesión, que ya se había hecho de manera tímida en la década del sesenta, se convirtió en el único hecho importante de un libro de quinientas páginas. Grass nunca buscó atenuantes: “Desde los doce años viví el nazismo con fascinación y deslumbramiento: los jóvenes nos dejamos seducir. De los crímenes de las SS sólo tuve conocimiento después de la guerra, fue algo muy penoso. Pero que nadie se esfuerce: no existe ningún atenuante, no se puede empequeñecer lo que hice diciendo que fue una tontería juvenil.” Y sin embargo la jauría cayó sobre un hombre que había vivido y sufrido la guerra como casi todos los europeos de su tiempo. Y que además dedicaba sus horas y su inteligencia a contársela a todos, a muchos de los protagonistas –voluntarios e involuntarios– que habían preferido hacer borrón y cuenta nueva.
Muchas veces los periodistas pretendemos ser jueces de todas las causas, promiscuos es la palabra adecuada, y además llevar procesos sumarios, sencillos, que tengan la figura del condenado y no demanden la lectura de todos los folios, juicios para animar lectores, oyentes o televidentes. Juicios que podrían ser programas concurso. Se hizo con un premio Nobel y se hace a diario con un concejal, un taxista, una estudiante, un director de Aerocivil, un politiquero corriente. En su momento Günter Grass señaló dos características que prevalecen entre los magistrados de esos juicios a plaza abierta: “criterios arbitrarios y una presunta superioridad moral”. La prensa ha comenzado a buscar o a construir causas fáciles, que no dejen dudas, casos cerrados sobre los que se puede armar un grupo para la rechifla. Los objetores a esas condenas apresuradas y soberbias no pueden ser más que corruptos o ingenuos, dicen. En ocasiones parece que la prensa le temiera a la opinión dominante y olvidara el papel de aguafiestas que le corresponde aun cuando parece que no quedan más que señalar a un culpable. Unos versos del payaso para dispersar la manada: “Mirad, ahí está despellejado,/ gritan muchos ahora/ que no quisieron tocar la cebolla/ porque temían encontrar, no, /peor, no encontrar nada/ que pudiera identificarlos/”.





miércoles, 8 de abril de 2015

The Arrow







Al hombre solo lo conocí de oídas, a los memoriosos diez años, durante el ocio de las mañanas de vacaciones o en las tardes de colegio para distraer la preocupación de las tareas no hechas. Fue el personaje del primer libro al que le presté atención: un casete azul marcado con dos palabras rayadas con lapicero, “El Flecha”. Cuando la cinta se reventó ya me sabía el cuento de memoria y había logrado imitar la cadencia del “boxeador de profesión y bacán de fracaso”. Todo sucedía en la voz de ese personaje a la vez guapachoso y decadente. Un bar mortecino -El tuqui tuqui-, un sábado en la noche, cuatro adoradores de la botella y la llegada de un escritor -El viejo Deivinson-, eran suficientes para soltar una retahíla que es a la vez biografía de un don nadie, memoria risueña de pobrezas, alardes costeños, nostalgia sin llantos y colección de proverbios de la tierra caliente. David Sánchez Juliao inventó entre nosotros la “literatura casete”, no el dictado de un libro sino una especie de radio teatro dónde el personaje es entrañable por su vida y por su voz.

Ayer apareció la reseña de la muerte de Gustavo Díaz Naar en los periódicos costeños. Fue regente de El tuqui tuqui y de El mismo tigre mono, dos bares de Lorica con unos nombres que abren el apetito por la botella. Díaz Naar inspiró a El Flecha, vistió sus mismos mochos y soltó algunos de sus cuentos. Fue el molde para que Sánchez Juliao armara a su rebuscador de risas y penurias. Aprendió de boxeo en Chambacú, en Cartagena, cuando estudiaba en el colegio de los “pupis”, y si no hubiera sido por la muerte de su padre quizá se habría topado con García Márquez -en ese entonces habitante del Hotel Suiza- en los salones de la Universidad de Cartagena. Pero le tocó devolverse para Lorica, patria de locos según dicen quienes han vivido su canícula, para fungir como bachiller con algunos poemas aprendidos y la cuerda larga y arrevesada de quienes deben ganarse la vida echando cuentos. En una crónica de El Universal escrita por Deibys Palomino encuentro el comienzo de uno de sus discursos para levantarse “un milagro de Dios”, que en su jerga traducía mil barras: “Mi brother te tengo unos poemas bien ‘mariguanescos’ para que me pongas atención y te bajes del bus. Cógela ‘vesua’ mi ‘napa’ porque voy con todo, no te la tires de ‘vovi’ conmigo porque te va mal, tú sabes que soy nacido en este río de aguas mestizas y no “moco tocuen” así que quédate ‘toquie’”.

Su figura me hace pensar en Raúl Gómez Jattin, un vagabundo más concentrado y más dedicado al cuaderno de notas que al simple verso callejero. Pero si Díaz Naar se hubiera quedado en Cartagena es posible que también hubiera terminado tomando “ñeque” en la banca de algún parque en Getsemaní. Por la pinta me recordó a lo que en Antioquia se llamaba un camaján, de esos de cuchillo de cacha recién pulida, camisa de colores y zapato blanco, los mismos que desafiaban a los dados o al tropel al que se les apareciera. Rebuscadores con estilo.  Jairo, el protagonista de Aire de tango, con su “andar marica” y su vuelo para el billar, la cerveza fría y la marihuana puede ser el de mostrar en Medellín.

Pero Gustavo Díaz Naar no era de tropeles, ni de cuchillos, ni de versos propios más allá de sus frases al ‘vesre’ y su tumbao. Un sencillo hombre de escalera de palacio municipal y mercado de pueblo. No todos los días se muere el personaje de las primeras lecturas.

 
 
 

miércoles, 1 de abril de 2015

Jefes de debate





La beligerancia, el temor de la audiencia política, el ardor sectario de los bandos enfrentados, el partidismo soterrado y la fascinación por los juicios han logrado que el Procurador Ordóñez y el Fiscal Montealegre sean hoy los más influyentes jefes del debate nacional. Sobre el papel sus labores están lejos del activismo político y cerca del castigo a los delincuentes y los funcionarios venales o negligentes. De ahí su tono categórico, más amigo de los señalamientos que de los rodeos, y sus respuestas que muchas veces incluyen plazos perentorios. Los cruces de advertencias y declaraciones por fuera de los formatos oficiales, más como voceros de una causa que como funcionarios apegados al estricto libreto de sus funciones, han hecho que en las sedes de sus edificios públicos comiencen a ondear banderas de causas políticas. Ciudadanos enardecidos, caudillos de pueblo, politiqueros de ocasión y simples votantes han comenzado a identificar sus banderas y a tomar a los líderes de la Procuraduría y la Fiscalía como la vanguardia de sus ideas e intereses.
Algo se está haciendo mal desde los partidos políticos, el gabinete ministerial, los pupitres del Congreso, los medios de comunicación y las universidades para que el debate público haya quedado en cabeza de quienes opinan con la ventaja y el poder acusar y condenar. Ordóñez y Montealegre suscitan odios y venias. Se cruzan sablazos mientras todo el mundo se agacha. Luego de la trifulca los espectadores corren a unirse a un bando, algunos por convicción, otros por simple reflejo de protección. Juan Fernando Cristo parece un subordinado del Fiscal y el mismísimo Álvaro Uribe ha terminado de escudero de Procurador. Porque hasta los escuderos coléricos necesitan amparo.
Ordóñez y Montealegre fueron elegidos en medio de lo que parecían ser consensos. El primero logró ochenta votos en el Senado para su reelección. Una de sus rivales renunció a la terna conformada para la elección y el otro bajó la cabeza y aceptó la barrida anunciada. Al momento de la votación treinta y seis senadores estaban bajo su lupa o su rosca: unos investigados y otros beneficiados por nombramientos a familiares. Ordóñez no puede negar su claro origen partidista y se ríe con su gesto de diablo consagrado cuando le preguntan por sus aspiraciones presidenciales. Montealegre por su parte fue elegido por la Corte Suprema luego de apenas una hora de deliberaciones y once rondas de votación. La anterior elección de fiscal general había tardado un año y había dado ciento cincuenta vueltas en la sala plena de la Corte Suprema de Justicia. Su elección se recibió con tranquilidad en los círculos políticos y hasta con admiración en la rama judicial. Un penalista, un académico y expresidente de la corte más prestigiosa del país llegaba al cargo más complejo del organigrama constitucional.

Tal vez sea el tema de la paz el que haya sacado del quicio de sus funciones a Ordóñez y a Montealegre. Tal vez entre nosotros solo se oye con atención a quien tiene posibilidades de entregar consecuencias reales a sus opiniones. En todo caso el protagonismo del Fiscal y el Procurador, su desprecio mutuo más allá de sus posiciones, demuestra que hará falta una mesa de negociación además de la planteada en La Habana. Y certifica que entre nosotros, las investigaciones que más valen son las penales y las disciplinarias.