martes, 23 de abril de 2013

De plazas y ollas









Conozco desde hace más o menos quince años los ires y venires de una de las llamadas ollas en la ciudad de Medellín. No digo que sepa cómo funciona por dentro la maquinita de jíbaros de esquina y su recua de pillos alardosos que sirven como grupo de amenaza y protección, pero al menos tengo idea de los movimientos que se ven a simple vista y de la reseña permanente por la vía del rumor. El sitio no es ningún antro en los extramuros de la ciudad, queda al frente de la Academia Antioqueña de Historia y a unas cuadras del Centro Colombo Americano, en el cruce de dos vías principales en el centro. Un busto de Manuel del Socorro Rodríguez ha hecho que se conozca como el Parque del periodista. Para vergüenza de algunos y sorna de otros.

Hace unas semanas el Presidente Santos dio la orden de acabar con veinticuatro ollas reconocidas en las principales ciudades del país. Se atrevió además a entregar un plazo perentorio: en sesenta días deberían estar desmanteladas. Los comandantes de policía no saben si reír o llorar, y el consejero para la seguridad ciudadana tiembla mirando el calendario y el bochorno que se avecina.

A finales de los noventa la olla del Periodista era solo una plaza menor. Bastaban cinco personas para dominar el negocio y solo uno de ellos marcaba el protagonismo con sus muecas y su aire de reyezuelo enfierrado. Un día las cosas pasaron a mayores y los dueños fueron desbancados a plomo. El líder del pequeño grupo todavía guarda en su cuerpo varios recuerdos de esa toma hostil. Ahora, gracias a su antigüedad, se le permite trabajar frelance vendiendo sus cosas y sus cozos. Sirve además como consultor de la plaza cuando los nuevos dueños, demasiado impetuosos, se sobrepasan en su monopolio como fuerza de ventas. “No calienten el parche, dejen esa vuelta así, sin peleas, sin visajes”, es el mantra de su experiencia como curtido expendedor.

La plaza tiene rotación en su administración más o menos cada año. La última vez el cambio en la composición accionaria se dio por medio de un comando que llegó armado de bates y fierros, y sacó corriendo a la líder del grupo. Una mujer que se mostraba implacable con la competencia, con los clientes desobedientes y con algunos “indeseables” de la zona. Durante su reinado los jíbaros no esperaban a ser llamados con un guiño sino que acosaban a cualquier transeúnte como si fueran vendedores de playa en Semana Santa. En sus manos quedaban los arreglos por el rayón de una moto o la pelea entre dos borrachos. Digamos que a su actividad principal se sumaban sus dotes como conciliadora en equidad.

Pero toda situación, por mala que esté, es susceptible de empeorar. Los nuevos amos han incorporado nuevas tecnologías: ahora tienen un perro que acosa de oficio o por instigación a todo el que no les gusta. Y la última vez que intervinieron para separar una pelea de mujeres, utilizando cuchillo para facilitar el triunfo de una de las pugilistas, demostraron ser mayoría en el Parque. Ante la intervención comedida de un pato, saltaron hombres desde todas las esquinas: unos con pinta de pillos, otros de clientes, otros de jipis, otros de dueños de negocios, de vendedores ambulantes. A esa hora el Parque tenía más jíbaros que potenciales compradores.

Mientras tanto, la policía hace una pantomima cada dos o tres meses. Los jíbaros son los primeros en enterarse. Ese día no llegan. Y los agentes cumplen la cuota al montar a cinco o seis consumidores hasta la jaula rodante. Nadie que haya visitado el Parque durante dos meses desconoce los protagonistas y la lógica del negocio. Jíbaros y policías son solo la válvula de esas ollas inevitables.

martes, 16 de abril de 2013

Templos en venta








La imágen del rayo sobre la cúpula de San Pedro, rompiendo una noche oscura y lluviosa, ocupó la primera página de muchos diarios del mundo. La luz y las tinieblas, parecía un truco más de la escenografía vaticana. Ratzinger acababa de renunciar a su cruz y a su rebaño. El mundo parecía volcado sobre el juego de intrigas de unos ancianos que se pretenden sabios y humildes. Pero el espejismo de las primeras planas y los televisores resulta engañoso. El espectáculo es interesante como la ópera de un momento. Pasados los cantos y los resplandores de los zapatos rojos y las mitras, la gente se aleja y se olvida del susurro que ha sonado por los siglos de los siglos.
Europa es un caso dramático de soledad y abandono de las iglesias. Hace cerca de cien años Marcel Proust comenzaba así una página en Le Figaro llamada La muerte de las catedrales: “Supongamos por un momento que se ha extinguido el catolicismo desde hace siglos, que se han perdido las tradiciones del culto. Solo subsisten las catedrales, secularizadas y mudas, monumentos hoy ininteligibles de una creencia olvidada”. Proust escribía contra una “Cámara anticlerical” que buscaba acabar con las subvenciones públicas a la iglesia para el mantenimiento de sus edificios. Desde hace un poco más de una década su predicción entre poética y política ha comenzado a cumplirse a muy buen ritmo.
Según datos de la Conferencia Episcopal Alemana en el 2011 se cerraron 400 templos católicos en el país. Las iglesias van quedando huérfanas hasta que los párrocos mueren de tedio. Entonces se planta un aviso ofreciéndolas para construir apartamentos, levantar bibliotecas, atender bares y, en el peor de los casos, abrir mezquitas. Las que se ofertan en Alemania están valoradas entre 20.000 y 135.000 Euros. En los próximos 7 años las diócesis del Norte germano cerrarán el 70% de sus iglesias. No es difícil entender la frustración de Ratzinger. Pero Alemania es solo el país con la más amplia oferta de templos. En Holanda se han demolido o acondicionado para usos terrenales cerca de 900 iglesias entre católicas y protestantes durante la última década. Solo el 7% de quienes se dicen católicos asisten a la misa dominical. En Francia las mezquitas han pasado a ocupar el cascaron de muchas iglesias y solo el 4.5% de la población se declara católica practicante. En algunos años Bergoglio será para muchos europeos una extraña criatura americana encerrada en un palacio italiano.
Esa ruina de iglesias que suena a pequeña anécdota inmobiliaria puede ser el futuro luminoso que le espera a una Europa rota por el Euro y la burocracia internacional. Al menos así lo cree una de sus mentes más lúcidas y más ilusas. Hace unos años, George Steiner, otro francés, decía que tal vez la idea de Europa no dependa tanto de las bancas centrales y las tarifas comunes. Y ponía su confianza en el “tsunami de agnosticismo, si no de ateísmo”, que llevará a cambios profundos en el alma del continente. Según su versión Europa sería la encargada de “elaborar y promulgar un humanismo laico” en medio de los fundamentalismos homicidas nacidos en Norteamérica y en los países islámicos. Solo hay un pequeño problema, luchar para que ese trueque espiritual no lleve a la frivolidad absoluta, y para que los estudiantes piensen más en Montaigne, Erasmo, Voltaire y Darwin que en David Beckmhan. 


martes, 9 de abril de 2013

Idea fértil







Los experimentos sociales encarnan siempre un riesgo y una osadía. Preparar un pequeño laboratorio para observar el comportamiento humano y sacar algunas conclusiones ha llevado a las peores tiranías y a los más sonados fracasos colectivos. Utopías que se convierten en infiernos y buenas intenciones que terminan bajo la mueca burlona que componen los años y los imprevistos. Desde algo más de una década Erwin Goggel, un colombo suizo empeñado en el cine y en algunas ideas entre originales y excéntricas, resolvió hacerles una propuesta a varios hombres en la vereda El Tigre, en el corregimiento de Río Cedro, Córdoba. El plan era sencillo: si se hacían la vasectomía les entregaba tres hectáreas y media de tierra con la condición de que no podrían vender ni arrendar, un lote a su nombre para que lo trabajaran. Todos eran hombres jóvenes con hijos y sin trabajo ni tierra, viviendo bajo una especie de círculo tortuoso en el que se suma descendencia y se restan oportunidades.
La idea cayó como una bomba en el pueblo y sus alrededores. Quienes tomaron la decisión de “mocharse” fueron repudiados por amigos y familiares. El pueblo de los “capados” llegaron a llamar al arrume de parcelas en el que ahora viven diecisiete familias. Los llamaron maricas, bueyes, novillos y les aseguraron que luego de tres meses se les iba a morir el “compañero”, el de abajo. Goggel fue bautizado el “cachaco loco” y se le acusó de ser un rey en busca de esclavos o un forastero que iba enriquecerse a punta de operaciones. Un documental hecho por el mismo Goggel muestra la evolución de esas familias luego de diez años largos de la “poda” general. Quienes antes ganaban 15.000 pesos semanales arrancando ñame y veían las opciones del narcotráfico, el abigeato o la mendicidad como salidas posibles; hoy tienen un rancho con maíz, plátano, ñame, gallinas, marranos, un lago común con pescado y una moto para que los hijos mayores puedan ir hasta el bachillerato en Moñitos. “De comida estamos bien…Yo iba mal, sin tierra, sin nada y ya con dos hijos, ya tendría como cuatro o cinco, una cada año…”, dice Cérvulo Zapata uno de los que se atrevió a apostarle a ese extraño intercambio. La pobreza no ha cedido del todo. Comprar el uniforme y los útiles, mandar los hijos a un colegio en Montería, buscar ingresos más allá de la subsistencia sigue siendo un reto difícil.
Pero una conciencia distinta ha llegado hasta los ranchos de esos hombres y mujeres: “El que quiere gozar la juventú que no se case y cuídese con condón, con pastillas con lo que sea…ahora estoy sabroso, ya no voy a tener más hijos”. Le preguntan a una de las mujeres y se ríe con algo de vergüenza: “Ya nos podemos concentrar en gozar, ya no hay miedo de un embarazo”. Y miran con ternura a los burros que no piden uniforme y “estudian trabajando”. Al lado de las parcelas que agrupan ese fértil experimento hay una hacienda de 450 hectáreas en manos de la fiscalía y en trámites de extinción de dominio. No hay parceleros sino ganado pastando. No hablo de la imposición del control natal por parte del Estado. Pero valdría la pena que el documental de Goggel estuviera en las oficinas públicas sobre restitución de tierras y en los talleres sobre desarrollo rural y en la mesa en La Habana. Nunca sobra un ejemplo exitoso en medio de temas tan difíciles como la posesión de la tierra, la descendencia, el sexo, los prejuicios culturales. 

miércoles, 3 de abril de 2013

Traición y verdad






A comienzos de este año, unos meses después de las matanzas en la escuela de Newtown y en un teatro de Colorado, Estados Unidos volvió a discutir sobre el peligro que pueden significar las películas violentas. Es más fácil ponerse de acuerdo sobre el uso de las armas de utilería que sobre el plomo duro y cierto. El Vicepresidente Joe Biden habló con representantes de las industrias del cine, la televisión y los videojuegos, y anunció estudios para identificar una posible relación entre los disparos en las pantallas y la violencia real. El terreno estaba bien abonado para recibir al genio de los chorros de sangre como un efecto cómico. Se abrió el telón rojo de la nueva película de Tarantino y vino una pequeña y vieja polémica.
Pronto, en manos de los críticos y los cineastas, la discusión pasó de los posibles desequilibrios mentales de los adolescentes y su percepción sobre ficción y realidad, a un debate acerca de los imaginarios y la representación de la historia nacional. Spike Lee salió a criticar la banalización de una historia que tenía que ver con su pasado familiar. Django desencadenado, la película de Tarantino, trataba con demasiada sorna, con risas macabras, con chistes de vaqueros el tema de la esclavitud: “La esclavitud en Estados Unidos no fue un spaghetti western de Sergio Leone, fue un Holocausto. Mis antepasados son esclavos. Fueron robados de África. Les honraré”, dijo Lee al negarse a pasar por el torniquete de la película. Los gringos que todo lo miden dicen que buena parte del éxito taquillero se debió a la respuesta de los espectadores negros: cerca del 40% de público podría repetir la historia familiar de Spike Lee. 
"Es un western, no me jodan", fue la última respuesta de un Tarantino ya exasperado por palabras como repercusiones, memoria, frivolidad…
En Colombia, guardadas todas las proporciones, llevamos un mes con una discusión similar. De un lado se dice que una historia reciente y terrible, que involucra el dolor de miles de colombianos, ha sido tratada sin contexto y en clave de telenovela. Se cuestiona que la ficción con un espinazo de realidad sirva para que el público masivo de la televisión se haga una idea sesgada y banal de los dramas nacionales. De otro lado se hace una defensa tímida de la libertad de expresión y se intenta explicar que Julián Román es mucho mejor persona que Carlos Castaño. Nadie en RCN tiene el valor de decir, “es una serie colombiana, casi una novela, no me jodan”.
Seguimos pensando en el público de televisión como un menor de edad sin posibilidades de una mirada burlona y crítica. Si los Tres Caínes fuera un libro de Gustavo Bolívar no habría polémica. Pero la televisión se ha proclamado como una especie de manual de historia para el ciudadano raso; entonces el cuidado debe ser mayor porque podemos estrenar de una manera equivocada el criterio y el cerebro de muchos compatriotas. No hablo de censura pero veo una intención de tutelaje en muchos de los críticos de la serie. En un país lleno de víctimas que se han hecho una idea de los asesinos en carne propia, con proyectos valientes y valiosos como el de Verdad Abierta, con casas de la memoria y cientos de libros y estudios sobre la violencia tenemos ser capaces de soportar una versión barata de la historia. Deberíamos escrutar con más sospecha a los noticieros,  a la prensa, a los mismos protagonistas de nuestras guerras. Hace poco decía Belisario Betancur en radio que Manuel Marulanda era “una realidad de sabiduría campesina”. Nadie se alertó por esa versión tan tierna de su contemporáneo.