domingo, 31 de marzo de 2013

A ras de cielo






Yopal se recuesta sobre los últimos cerros que arrugan el paisaje. Cuando el avión se inclina y muestra las montañas al fondo como última barrera, luce como una ciudad en crecimiento, estrecha sobre sus cuadrículas recién trazadas; cuando aparece el horizonte de la pista y se abre el llano, ese espejismo, parece apenas un campamento levantado hace poco por un nuevo auge comercial, un fortín temeroso de ese mundo al que le sirve de puerta. En tierra nos reciben los contrastes entre el mito de los vaqueros y la simpleza profesional de los pilotos de helicóptero que trabajan con las petroleras. Un hombre espera descalzo frente a las máquinas de rayos X: tiene su pasabordo como equipaje, los pantalones remangados, el sombrero negro de fieltro fino, la franela blanca de manga larga. Al lado, dos hombres de overol azul hablan de la rutina de sus hélices. Nadie se mira con curiosidad.
La avioneta monomotor que nos llevará hasta la hacienda San Pablo, a orillas del río Cravo Sur, luce su nombre con sincero cinismo: La Cansada. Tiene algo más de cuarenta años y el primer ronquido de su motor me hace pensar en un asma prematura. Pero llevo La vorágine en mi morral y ya aprendí a hablar como el poeta Arturo Cova: “Casanare no me aterraba con sus espeluznantes leyendas”. Han pasado los tiempos de las fábulas pero El Llano sigue siendo para muchos -jornaleros de la palma venidos de la Costa, asalariados de las petroleras llegados de Boyacá, agentes de comercio que arrastran sus retazos desde Bogotá- una tierra para la aventura, una promesa de segundas oportunidades.
Al despegar brilla el verde oscuro de los arrozales. Muy pronto el paisaje se hace pálido y se alternan amarillos, verdes suaves, grises fangosos y de nuevo verdes adornados por el ojo negro de los pozos, imanes para el ganado que por momentos se fila en su búsqueda y por momentos se riega sin orden. La hermosa monotonía y el ruido del motor invitan a la alucinación. Ahora entiendo por qué José Eustasio Rivera llamó “desierto” a ese llano de nunca acabar y por qué el espíritu de su personaje debe desafiar esas “pampas libérrimas”. Agradezco no ir adelante conduciendo el motor de La Cansada: la superficie de ese “planeta”, que en ocasiones semeja agua o pantanos o dunas de arena o hierbales secos, impulsa a perderse, a marcar un rumbo y seguirlo hasta el final sin obedecer la luz roja de los controles o el GPS. Frente a ese horizonte no queda mucho más que el extravío o la tranquila resignación. Pocas veces un paisaje me había proporcionado ese momentáneo deslumbramiento. Conste que volamos temprano en la mañana, bajo los pesados efectos de un caldo de costilla servido en el aeropuerto El Alcaraván de Yopal.






La tierra está marcada por innumerables caminos que llegan hasta los morichales –bosques de palmas y árboles que siguen el curso de los caños–, surcan los potreros, dibujan líneas sin lógica sobre la tierra agreste. Son las rutas que sigue el ganado en sus recorridos: también las reses necesitan algún rastro sobre las “llanuras intérminas”. A vuelo de pájaro esas rutas desiguales se confunden con las pocas líneas que marcan las carreteras polvorientas trazadas por los dueños de las haciendas, los palmeros, las empresas de petróleo y las máquinas de algún municipio. La extensión del paisaje y los cuatrocientos pies de altura terminan por igualar las rutas del ganado y las de los hombres.
Desde el aire se puede ver, convertida en una especie de caricatura, una de las nuevas disputas que marcan la tierra sin cercos del Casanare: un carrotanque petrolero espanta un grupo de reses que busca atravesar una carretera. El petróleo hace sonar sus monedas y sus cascabeles, crea nuevas expectativas y sueños, como sucedió en su momento con el espejismo del caucho en el Vichada. Muchos jóvenes de la región miran con desdén los trabajos de vaquería, donde los jornales son menores que en los campos petroleros.
El oleoducto rodante que recorre muchas de las rutas del departamento luce ordenado y lento desde la ventana de La Cansada. Los grandes camiones dejan una estela polvorienta mientras un carrotanque menor y caritativo riega con agua las vías frente a los caseríos para evitar que se asfixien entre el polvo. Cerca de dos mil carrotanques mueven el 14% del petróleo que se extrae en Colombia. Pero no solo el orden cuadriculado de los campos petroleros marca los hitos del llano que liman los cascos de caballos y reses. Cada tanto aparece el brillo de los techos de lata acompañado de un tanque y un molino. Los pequeños oasis de las fincas ganaderas lucen siempre un pequeño bosque de mangos que da sombra a los quioscos. De pronto, ya cerca de nuestro primer destino, surge el río Cravo Sur y su cauce amplio, más playas que agua, y su paisaje que recuerda esos dibujos de arenas coloridas encerradas en una botella. El agua no necesita aquí cavar un cauce profundo, tiene espacio suficiente para trazar un lecho pando y sereno.
He visto las palmas salvajes, los moriches que siguen la ruta de los ríos y los caños con sus hojas como flechas. Pero es hora de admirar otras palmas: los sembrados de la palma de aceite trazados a cordel, en un orden que produce vértigo y hace pensar en algún látigo que las obliga a mantener las hileras perfectas; el verde también es uniforme y desde el aire parece que crecieran siguiendo los impulsos emitidos desde un cuarto de máquinas. No se ve un solo trabajador en ese bosque cuadriculado. También ahí se producen combustibles. Una parte de lo que cultiva Aceites Manuelita será biodiesel y saldrá en carrotanques.







Aterrizamos sobre la larga pista de hierba de la hacienda San Pablo y parqueamos frente a uno de sus quioscos. En tierra la brisa hace zumbar las palmas “finas como un pincel”, los monos aulladores también nos dejan su concierto lejano, y ver el horizonte a ras de piso entrega las verdaderas proporciones de lo que se creía dominar desde el aire. Dependiendo del ánimo, usted podrá entrever las ciudades fantásticas que enloquecían a Arturo Cova al mirar el infinito; o simplemente pensar que faltó una más cálida despedida para las montañas ahora que “solo quedan llanos, llanos y llanos”. Descansamos un rato y volvemos a la cabina de La Cansada. Vamos rumbo a Orocué que está en plenas fiestas de La Candelaria. Al aterrizar nos recibe una valla que resume la política de los pueblos regentados por mayorales: “Bienvenidos. Monchy Yobani M. Alcalde. Orocué 2012-2015”. El cartel para la fiesta de la noche en la plaza ha atraído a la gente de los pueblos cercanos: “Checo Acosta, Rikarena, Rafael Santos, Alfredo Gutiérrez”. Para la tarde de coleo se ofrece un premio de diez millones y un machiro de oro al ganador. Los competidores han llegado de Arauca y Meta a buscar fortuna frente a los locales.
Mientras me bogo tres Poker mirando el río Meta y sus bañistas, el dueño de la tienda me habla de la evolución del pueblo: “esto creció fue en los últimos ocho o nueve años. Antes había cuatro barrios, ahora hay trece”. Orocué guarda solo dos reliquias: una antigua escuela de policía que fue famosa en los años sesenta, y la casa donde vivió José Eustasio Rivera en 1919 mientras peleaba una herencia armado de un maletín. La casa está cerrada con candado y marcada por un pequeño aviso a medio borrar. Los indígenas Guahibos que en la novela de Rivera roban ganado con la amenaza de su arco, ahora andan en moto por el pueblo: “los ‘guajibitos’ saben arrancar la moto, pero no saben frenar”, me dice el policía que está de turno en la estación. “Aquí no pasa nada, este pueblo es muy tranquilo, el único problema son las motos: no hay casco, ni reglas, ni multas. Y si usted los para, ellos responden: ‘ah, es que ustedes los blancos...’”.
Los treinta y cinco mototaxis no son suficientes para llevar a todo el pueblo a la pista de coleo. Toca caminar hasta el aeropuerto bajo un sol acompañado del pito de un motopaseo y el voceo de los agentes de comercio al ofrecer las mismas baratijas de las esquinas de las capitales. Al despegar una mole de cemento nos dice que el auge de los “megacolegios” ha llegado hasta el pueblo. El río Meta hace que Orocué, con sus lanchas alargadas y sus planchones, se vea menos abandonado en medio del llano sin sombras. Al menos hay una ruta expedita para huir.




En la noche, ya sentados en el comedor de la hacienda San Pablo, un vaquero se encarga de descifrar un poco las escenas desoladas que desde el aire hacen creer que las reses viven abandonas a su suerte, casi como manadas salvajes. Solo el lazo de los vaqueros sirve de cerco a las miles de reses de San Pablo. El lenguaje de Andrés, un hombre de unos cincuenta años nacido en Maní, es el mismo de los protagonistas de las campañas de pastoreo de La vorágine: las “fundaciones” en las que se dividen los hatos para su cuidado, el “ganado mañoso” que coge el monte y no aparece más, sus cuatro caballos “silleros” para las jornadas de mañana y tarde, la “saca” del rodeo que exige al menos doce vaqueros para mover doscientas reses. Estoy seguro de que podría repetir el dicho de los hombres de la novela: “Que el yanero es el sincero, que al serrano, ni la mano”. Pero algo ha cambiado. Sus hijos están terminando el bachillerato y piensan en el servicio militar; a uno le gusta el lazo y la vaquería mientras el otro piensa en jornales más prometedores. Y él mismo ha cambiado algunos de sus hábitos. Ahora, cuando el verano lo permite, hace muchas de sus rondas en moto. “Mi patrón me hizo realidad el sueño de tener la moto”, dice, a sabiendas de que está a cincuenta minutos de las promesas de Orocué. También lleva una pistola al cinto como los vaqueros desconfiados de la novela. Todos los días debe darle vuelta a su rodeo: curar las gusaneras, enlazar a las bestias rebeldes, llevar la sal a los bebederos, calentar el hierro y marcar. Conoce las rutas de sus reses como si las hubiera amaestrado, las mismas que desde el aire parecen líneas arbitrarias.
Desde el aire y ras de suelo es posible ver la paradoja de un paisaje y unos pueblos que aún en el momento de sus mayores cambios parecen una copia de las viejas ramadas. Ni las banderas de fuego que lucen los campos petroleros, ni las hectáreas de palma, ni los puentes a medio construir sobre los ríos, logran aplacar la sensación de estar en un planeta con muy pocas señales, una tabula rasa sobre la que aún están por definir el paisaje y las reglas.







miércoles, 27 de marzo de 2013

Un buque desde La Habana







Algo se firmará en La Habana. Parece que al fin han coincidido las necesidades de las Farc y las de un gobierno. También hay cierta simetría entre las debilidades de unos y otros. Ahora casi todo el mundo da por descontado que habrá ceremonia de intercambio de pergaminos entre Santos y Timochenko. Así lo creen personajes tan distintos como Claudia López y Marta Lucía Ramírez, como Pacho Santos y Alfredo Molano, como Roberto Pombo y Fidel Cano. En los últimos días el escepticismo sobre la posibilidad de un acuerdo ha dado un giro hacia el escepticismo sobre el tamaño de las bondades que pueda traer un documento firmado entre gobierno y Farc. La paz prometida ha sido el tema más importante de la política electoral y de la política a secas en los últimos años; hoy en día, luego de 4 meses de negociación, corre el riesgo de convertirse en un asunto menor, una especie de simbolismo que no dejaría mejoras sustanciales en seguridad.
Las zonas donde las Farc ejercen su poder actual coinciden exactamente con los territorios donde ha sido imposible disminuir las hectáreas de coca y otros cultivos ilícitos. A estas alturas parece claro que un acuerdo con la guerrilla dejará intacto -por desobediencia, por venta de franquicias, por simple ambición mafiosa- el poder que durante años ha tenido la guerrilla en el negocio de la coca. Cambiarán algunas siglas, algunos alias y no mucho más. Desde ya se habla de la venta temprana de la “tecnología” y las rutas a los mexicanos que al parecer están aburridos con los intermediarios. De modo que es lógico que el ala más guerrera de las Farc siga en sus “vueltas” por simple inercia. Entraron al más rentable y más sórdido de los capitalismos y le dejaron los discursos y los acuerdos a sus compañeros más amigos de la cháchara.
Antiguos procesos nos han demostrado, además, que solo hacen falta unos pocos disidentes de la paz para armar un nuevo y más macabro aparato de guerra. No solo pasó con el proceso reciente de Ralito y sus herencias de bandas tan poderosas como dispersas. También el proceso del M-19 dejó grandes alumnos en el sicariato en las ciudades; y el dulce acróstico de Esperanza, Paz y Libertad elegido por el EPL entregó toda una camada de jefes paras en Urabá. Un grado justo de pesimismo sobre lo que vendrá luego de un acuerdo en La Habana es necesario para tener claro qué es posible negociar.
Y si las Farc pueden resultar siendo irrelevantes para nuestros más dramáticos indicadores de violencia pues con mayor razón lo serán en la política. No representan a nadie más allá de su círculo amplio de poder criminal: proveedores, protegidos, socios y milicianos. Quizá algunos ideólogos radicales se sumen luego del entusiasmo de los comerciales de televisión con banderas y palomas. Sus propuestas tampoco significan una sola idea progresista. Casi que no significan una sola idea. Están pensadas desde el hemisferio cerebral de los políticos más avaros y desconfiados: solo quieren un terreno abonado que les ayude a garantizar un poder político inexistente. Las Farc solo saben convencer con un cerco impuesto y regentado por ellos,  de ahí su propuesta cerrada de reservas campesinas. El más importante de sus planes hasta el momento. El entusiasmo de Márquez y Santos no puede ser el de todos, de lo contrario vendrá desde La Habana un buque cargado de…



martes, 19 de marzo de 2013

Cuidar bachilleres








Los adolescentes se han convertido en un gran desafío para los gobiernos de nuestras ciudades. Las esquinas turbias y prometedoras enfrentan con ventaja al incierto laberinto de escalas que lleva de la casa al colegio y del colegio a la casa. Muchas veces aburrirse estudiando no significa solo una anotación en las libretas de calificaciones sino una marca en los expedientes de los jueces de menores. Mantener a los alumnos en el colegio es ahora un desafío que implica aceptar el desgano para evitar la deserción. Los profesores se quejan de un sistema laxo, casi una guardería de hombrones mal encarados y mujeronas acicaladas, donde quienes no quieren estudiar impiden el avance de quienes sí piensan en los cuadernos. El látigo de las calificaciones ha perdido autoridad y los manuales de convivencia son catálogos inaplicables.
En Medellín, durante el primer mes del año, más de doscientos menores pasaron por el sistema penal para adolescentes. Eso significa ir donde los jueces, recibir amonestaciones, un listado de reglas de conducta, libertad vigilada o, en el peor de los casos, terminar en centros de reclusión donde de verdad aprenden algunas habilidades para el negocio. Según datos de la gobernación de Antioquia el sesenta por ciento de los menores recluidos en La Pola, el centro de detención de jóvenes más grande de la ciudad, volvieron por sus fueros y sus fierros luego de cumplir el proceso de resocialización. Solo en Medellín cerca de dos mil quinientos menores pasan cada año por los filtros y los rodillos del derecho penal. Y se van moldeando para ser capos. Muchos que no tienen tanta suerte terminan en la morgue. Entre 2002 y 2011 el cuarenta y cinco por ciento de los homicidios en el Valle de Aburrá dejaron como víctima a un menor.
Nadie duda de los esfuerzos que se han hecho en Medellín para poner a la educación en el centro de las políticas públicas y las prioridades ciudadanas. Los colegios oficiales de la ciudad han tenido avances modestos pero constantes en las pruebas Saber y sus edificios se han convertido en orgullo de algunas comunidades. Es preocupante que luego de nueve años de una política continua ningún colegio público de Medellín esté entre los cien mejores del país mientras Bogotá tiene diecisiete, Bucaramanga siete y municipios cercanos como La Estrella, Envigado, Copacabana e Itagüí, tienen al menos uno. Pero quizá lo más grave es que los alumnos de los últimos grados sientan que sus esfuerzos para terminar el bachillerato no valen la pena, y que pierden el tiempo dedicados a la química mientras algunos vecinos ya tienen un plante de películas piratas.
Habría que pensar en algo parecido a lo que hace el estado de Minas Gerais en Brasil, donde las reformas educativas han sido innovadoras -bendita palabreja- y exitosas desde 1994. Lo más reciente que han hecho ha sido llevar la enseñanza técnica a los últimos años del bachillerato, de modo que soportar al profesor de filosofía tenga como recompensa una clase de mecánica para motos. Además, han decidido hacer depósitos semestrales en cuentas de ahorros abiertas a nombre de cada alumno, según sus logros y compromisos, para ser entregados una vez terminen su ciclo de estudios. El Estado les entrega cerca de tres millones de pesos a los graduandos como premio y estímulo. Una carnada que puede ser suficiente para escapar de la jaula que tienden los pillos. Hay que insistir en dar la pelea con más profesores que policías. 

martes, 12 de marzo de 2013

Hombres providenciales







Tal vez no valga la pena detenerse en indicadores y porcentajes para evaluar el gobierno de Hugo Chávez. Frente a un cadáver condecorado que intenta una sonrisa mientras sus súbditos lloran desconsolados no valen informes de gobierno ni curvas de gestión. El mismo Chávez lo dijo tranquilamente cuando cambió la forma de medir la pobreza luego de cinco años de gastos gruesos y resultados magros: “no tengo dudas de que los instrumentos que están usando para medir la realidad no son los adecuados, están midiendo nuestra realidad como si éste fuese un país neoliberal, un país capitalista, donde no estuviese ocurriendo una revolución”.
Durante una semana se ha repetido con insistencia el valor simbólico de una revolución que le dio poder y visibilidad a los más pobres. “Tenemos patria”, ha sido una de las frases preferidas durante el funeral, una consigna que repetía en sus últimos tiempos quien ahora ha sido bautizado el nuevo fundador, el hijo de Bolívar. William Ospina lo ha llamado la “incorporación de los pueblos a la leyenda nacional”. Una leyenda que confundió muchas veces lo personal y lo partidista con lo nacional. Pero leyendas son leyendas y a los políticos y a los poetas les encantan.
Quizá lo más importante para definir las inclinaciones a favor o en contra de la obra política de Chávez sea la confianza en los “hombres providenciales”, la disposición ciudadana a ceder poderes y asumir riesgos para permitir que un líder imponente resuelva las injusticias sin necesidad de los protocolos democráticos ni las formas institucionales que todo lo filtran y lo retrasan, que solo dejan espacio para los cambios que ocurren en los márgenes. “Adolescencia cívica” es el término que ha utilizado Enrique Krauze para describir esa delegación absoluta de poder, esa especie de abdicación a cambio del milagro de la generosidad. Desde el triunfo en su primera elección Chávez comenzaba a ampliar su figura para opacar partidos, ideas e instituciones: “La orden del pueblo es clara y terminante. Una persona física y no una idea abstracta o un ‘partido’ genérico…” Las palabras premonitorias eran de Norberto Cesarole, un argentino enredador que fue uno más entre sus tantos padrinos ideológicos.   
Chávez desarrolló con gracia propia y plata ajena su objetivo de ser un caudillo digno de la caricatura y la reverencia. Su idea redentora pasó de los barrios de Caracas a las calles del Bronx, donde también regaló petróleo, y muy pronto pudo decir: “nuestra tarea es salvar al mundo, al planeta Tierra. Nuestra tarea es mucho más grande que la asumida por Bolívar, mucho más comprometida”. Toca pensar entonces si vale la pena ponerse en manos de un régimen mesiánico que tiene a Cristo a su derecha y a un ejército filado y recién uniformado a su izquierda. Misión Cristo se llamó el más grande sus proyectos sociales y más de cien mil militares trabajan en cargos de administración estatal. Con la lengua de un pastor armado de maracas, chabacano y locuaz, Chávez convirtió a muchos ciudadanos en feligreses propensos a la venia y los coros. Con la amenaza de un ejército propio filó a otra buena porción de su gente bajó la enseña de la lealtad y la obediencia. En momentos de lucidez él mismo habló de un caudillo, un hombre al que las masas elevan al pedestal de Salvador y debe utilizar su poder “mítico” para reforzar líderes, proyectos, ideas. Lo pienso y me alegro de que tengamos un hombre gris en nuestro Palacio.

martes, 5 de marzo de 2013

Tirar la biblioteca






Todos los días se oyen injurias contra el fardo de los libros que acumula polvo y remordimiento de lectores en las bibliotecas personales. Ya no es tiempo para los baúles, se dice, y no hace falta más que una simple ventana electrónica para cargar los recuerdos de tinta y las deudas a algunas páginas. Es posible que tengan razón y que esas filas ordenadas no sean más que un fetiche algo presuntuoso. Comprar un libro es siempre una promesa contra el tiempo, un boleto incierto para buscar un poco de soledad y silencio. Al comienzo el lomo del nuevo ejemplar brilla sobre los demás e impone las obligaciones de un primer reconocimiento: se usa el pulgar para dejar correr el abanico de las páginas, se buscan señales particulares, se toma un párrafo al azar. Si luego de tres o cuatro semanas no ha recibido atención constante, se hace necesario buscarle un lugar en el catálogo general. Allí comenzará a ser una seña acostumbrada y una posibilidad que es a la vez consuelo y resignación: “aún no lo leo pero lo tengo a la mano”.
Poco a poco una buena parte de la biblioteca personal se convierte en una promesa incumplida. Pero los libros evitan los reproches y el radio, los periódicos, el twitter y la televisión se encargan de acrecentar su timidez. Llega el momento en que la biblioteca entrega  un espectáculo tan triste como la pecera mohosa que sobrevive junto a la puerta. Hasta que viene la pequeña conmoción que obliga a tirar al suelo el peso de las estanterías. Entonces lo que era un orden sobre el que ya parecía estar todo saldado se convierte en un reguero de memorias, olvidos, subrayados, papeles sueltos, dedicatorias, poemas premonitorios y apostillas a la realidad. Ahora se entiende la importancia de esa carga absurda de papel. Es necesario mover esos tomos, pasarles un trapo, someterlos a una nueva clasificación que implica ascensos y ofensas. Solo si un bendito tapete mugroso que debe ir al basurero nos obliga a moverlos, podremos renovar nuestra curiosidad y nuestra oración de lectores. Una carga que nos alienta.
En medio del afortunado siniestro la tinta de los periódicos se cambia por el polvo que cubre los dedos y anuncia las novedades. No queda más que maldecir el mundo que nos ha obligado a bucear en los contratos de basura de la administración Petro para olvidar El Nuevo Mundo que aparece en las cartas de Americo Vespucio. Y desechar las diatribas de prensa contra Stalin, ahora que se cumplen 60 años de su muerte, para leer Koba el Temible de Martin Amis, y ver cómo se perseguía a los hambrientos por guardar un trozo de pan detrás de los tréboles que harían de ensalada. También se puede evitar pensar en las visitas de Roy Barreras a Cuba y leer las opiniones de Enrique Santos en 1985 acerca de las Farc y su sincero compromiso con la “actividad política con todas las de la ley”. Y oír con algo de sorna a Maduro en su discurso de enterrador cuando asegura que el imperio ha atacado la salud del comandante, luego de hojear El Chavismo al banquillo de Teodoro Petkoff y descubrir que el anti imperialismo es un discurso reciente en las arengas de Hugo Rafael, dictado por Fidel cuando Bush se empantanó en Irak.
Antes de que pase un año tiraré todo al suelo de nuevo para intentar otro orden. Y sacudirme de la maldita actualidad que apolilla los libros y la conciencia, que adormece mientras creemos estar alertas.