martes, 24 de septiembre de 2013

'El reino que estaba para mí'





También Mutis tuvo sus andanzas de desplazado como cualquier agricultor de provincia, siendo en cambio un heredero de haciendas -El cedral, Coello, Cañaveral, El paraíso- recién desembarcado de los espejismos de Bruselas. El primer desplazamiento llegó con la muerte de su papá cuando tenía apenas siete años: “Por primera vez pensé en la muerte, y comprendí que algún día me llegaría la hora. Tal vez ahí comencé a morirme yo también”. No había manera de mantener el sueño europeo y su mamá se lo dijo muy claro, para que no le quedaran dudas en las páginas del pasaporte: “Esto se acabó. Es mejor que piense de una vez por todas que acá no vamos a volver a vivir”.
En los recuerdos de su último viaje en barco desde Europa, ese recorrido que fue su fascinación hasta los nueve años, donde intentaba sentirse como esos “gavieros a los que dejó atrás el radar de las embarcaciones modernas”, se retrata algo de la sensibilidad y los gustos del escritor que velaba su biblioteca con un retrato del Rey de España. Mutis recuerda la escala en La Habana y las grandes casas blancas de los comerciantes españoles. Todavía quedaba algo del reino que acababa de abandonar. En su puerto de arribo a Colombia todo era extrañeza y desagrado. “La llegada a Buenaventura era terrible. Esa ciudad lacustre, donde hacía un calor húmedo espantoso, era uno de los sitios más horribles del mundo”.
Solo subiendo hacia las fincas cafeteras, muy cerca del alto de La Línea, volvía a encontrar una tierra prometida. Por eso la creciente del río Coello es el rumor de su primer poema publicado. Su madre debió encargarse de la finca y Mutis encontró el primer trabajo de su vida siguiendo un cable de teléfono. Alguien había cortado la línea de once kilómetros que mantenía conectada a la hacienda con Ibagué y las fincas vecinas. El joven Mutis decidió ser útil y se hizo capataz de una pequeña cuadrilla que recorría monte para amarrar ese hilo cortado: “Fue una experiencia maravillosa porque, por fin, pude palpar esa tierra que me había cautivado, porque pude comprobar que más allá de las lecturas que me obsesionaban yo servía para algo… Escribir, para mí, siempre ha sido como tender esa línea. Jamás escribo con un plan previo. Siempre estoy abriéndome paso en el papel, como entonces me abría paso entre los matorrales.”
Al final la violencia partidista sacó a la familia de Coello. Mutis dice que siempre tuvo la sospecha de que uno de los agregados llevó a la “guerrilla” para forzar a su madre a entregar la tierra por cualquier precio. Tal vez ese exilio fuera necesario para idealizar un paisaje y gastar buena parte de la memoria personal en recordar las minas, los grandes aguaceros, las caídas de agua, las matas de plátano. Mutis volvió a Coello a llevar las cenizas de su hermano Leopoldo. Un pacto de jóvenes decía que las cenizas de ambos debían ser arrastradas por las aguas del río Coello: “En un acto sencillo -casi diría yo un ritual íntimo- vi como regresaba Leopoldo a esa tierra donde quedaron sentadas las bases de una complicidad que nos mantuvo unidos hasta el último segundo de su vida. Allí estuve con mi hijo Santiago, y le expliqué lo que tiene que hacer con mis cenizas el día que me vaya de este mundo”. Todavía la falta un viaje a Álvaro Mutis.


*Todas las citas son tomadas de El reino que estaba para mí, libro de conversaciones con Álvaro Mutis escrito por Fernando Quiroz hace 20 años.



martes, 17 de septiembre de 2013

Brindar con asesinos





Para sentarse a hablar con un grupo de asesinos se necesitan poderosas razones. Nadie acude por voluntad propia donde matones consumados por el simple gusto de oírlos. El miedo, los recatos morales, el asco y un mínimo respeto por las víctimas hacen que el común de los mortales prefiera evitar el contacto cara a cara con los señores de la muerte. Pero detrás de los asesinos están el poder y las caletas. De modo que muchos deciden visitarlos para prestarles un favor que rendirá frutos, para hacerlos olvidar de su condición de indeseables, para mostrarles el respeto que no merecen o para subir algunos peldaños en un mundo con reglas y lógicas propias. El asesino sabe muy bien que su contertulio de ocasión espera algo a cambio del riesgo que implica llegar hasta su nido de sombras.
Para quienes cumplen una función pública las reuniones con los asesinos son un asunto mucho más delicado. En últimas su investidura representa un poder legítimo, y sus palabras y gestos comprometen a eso que en los discursos y en los libros de texto se nombra como las instituciones. Quien representa un poder público solo tiene dos posibilidades de justificar las tertulias con quienes están condenados por homicidios y señalados de ser capos así se digan comandantes. La primera es que haya sido imposible, a razón de la fuerza y la amenaza de sus anfitriones, decir que no a las citas programadas. En ese caso no son más que víctimas y tienen la opción de denunciar a los generosos chantajistas o renunciar a sus dignidades para no terminar trabajando a su servicio. La segunda es que la charla haga parte de una estrategia encaminada a disminuir el poder de los homicidas, y además, esté autorizada expresamente por la ley. En Colombia para que un representante del Estado pueda programar corrillos con los bandidos se necesita una autorización expresa del gobierno nacional. Una ley aprobada en el año 2002 deja claras las condiciones para acercarse a los líderes de los ejércitos ilegales sin terminar bajo sospecha de ser cómplice.
En los últimos seis años sesenta congresistas colombianos han sido condenados por sus relaciones con los paramilitares. Además de las reuniones entre los hombres de la tarima y los hombres del fusil, bien fuera que terminaran con firma y papel sellado o con un simple brindis informal, se demostró que los paras eran politiqueros muy organizados además de asesinos. Y que eran golosos tanto de las escrituras públicas como de los tarjetones.
Una de esas reuniones, muy en boga por estos días, se desarrolló en Bello en el año 2005. Participaron tres comandantes prófugos y cuatro políticos conservadores bajo el alero de un capo tenebroso. Los congresistas que asistieron se representaban a sí mismos y escondieron el coloquio hasta que fue posible. Se dice que se habló de leyes y procesos de paz. Pero las conversaciones quedaron entre quienes asistieron a la gruta de El Patrón, no fueron insumo para el proceso en ciernes ni sirvieron para mejorar el conocimiento ni la posición del Estado en la negociación. En cambio sí sirvieron para mejorar algunos indicadores electorales de los políticos asistentes y sus pupilos en las zonas donde los matones imponían su ley. La reunión terminó en la madrugada luego de algunos whiskys. Puedo apostar que la botella no tenía estampilla.


miércoles, 11 de septiembre de 2013

Dos dramas







La vanidad es una de las obligaciones de la política. El candidato es siempre un actor suplicante que busca la admiración con algo de desvergüenza. No importa que sea concejal de Malambo o El Bagre, el político siempre tendrá un corrillo que lo convence de la gracia de su ceño y la oportunidad de sus ideas. Cuando caminan entregando sus manos van pensando en una palabra que los envanece y los excita: elegido. Para lograr la admiración los aspirantes deben ser pretendientes día y noche, esconder sus garras y lucir sus dientes,  fingir la benevolencia o la furia según los vientos de los titulares en las revistas. Las elecciones son el espejo definitivo, las encuestas son reflejos que desvelan, los debates son olimpiadas de la suficiencia, las entrevistas son el teatro para evadir la emboscada y buscar el halago.
En la misma cuadra, en la capital de la República, dos políticos colombianos viven el drama del repudio. Si el color de los partidos y la desconfianza lo permitieran deberían sentarse juntos a rumiar sus cuitas. Eso sí, lejos de las ventanas para que no se vean esas dos siluetas como sombras derrotadas. Juan Manuel Santos y Gustavo Petro han llegado al fondo de las encuestas por vías muy distintas.
El primero es un fanático de la simulación. Como el político que retrata Javier Cercas en Anatomía de un instante, ha aprendido que ya no es la realidad quien crea las imágenes, sino las imágenes quienes crean la realidad. Y se posesiona descalzo en la Sierra Nevada de Santa Marta, igual a como se casan las parejas de la farándula; o se pone solemne, con su corbata azul Naciones Unidas, para firmar la ley de víctimas y restitución de tierras al lado de Ban Ki-moon. Y uno se pregunta, ¿Cómo diablos será el Presidente de Colombia en el tras escena, oculto todavía por el telón que lo separa de nuestros ojos de espectadores, un minuto antes de que su edecán de turno le indique que es hora de enfrentar al mundo? Esa actuación permanente, esa vanidad que lo obliga a contemporizar con cualquiera de sus contradictores, a ajustarse a la imagen que le exige quien lo mira; ese miedo a parecer demasiado real lo ha llevado al peor de los escenarios para un hombre apegado a las opiniones ajenas. Porque estar por debajo de la estampa de Pastrana después del Caguán solo puede ser peor que perder con la foto de Samper luego de que lo absolviera un tal Heyne.
El segundo, en cambio, es un fanático de sus ideas. Ha tallado un código con una variedad de reglas que jura defender cada mañana, y está dispuesto al harakiri antes que violar su credo. Gustavo Petro es sobre todo un moralista que atiende cada uno de sus dogmas como si se tratara de una cuestión de vida o muerte. Lo suyo no es una simulación, pero sí una pose, como todo gesto virtuoso que intenta un político. De modo que Petro se opone a lo racional en busca de lo que queda de las utopías, así deba terminar construyendo sus sueños en compañía de las mañas de los burócratas. Y pelea con los capitalistas porque le dan la comida muy caliente a los niños en los restaurantes escolares, y obtienen mucho margen con en el arroz y el maduro, de modo que decide darles a los escolares una bolsita con panela y arroz crudo, para que todo sea más austero, más limpio y más maluco. Por esa vía ha terminado por sacar de quicio a sus propios apóstoles y ya no queda mucho más que la soldadesca que caminará con él hasta el final de su parábola.
Santos y Petro, pobres pretendientes, dos caras de la misma moneda del desprestigio.


martes, 3 de septiembre de 2013

En traje de campaña







Hace diez meses, con el discurso de Iván Márquez en Oslo, las Farc salieron de un ostracismo político que duró más de una década. La ofensiva militar del gobierno, el desengaño ciudadano luego del Caguán, sus ocupaciones en el negocio de la coca y su ferocidad frente al más mínimo disenso, lograron ocultar por completo su viejo discurso de reivindicaciones. Los partes de guerra se convirtieron en la única noticia acerca de una guerrilla con hoz y sin voz.
La primera actuación política en medio de las conversaciones fue una bravuconada bajo un lirismo inflamado y patético. Ese día Iván Márquez lanzó un reto general al establecimiento al señalar culpables a diestra y siniestra y pedir poco menos que la reinvención del país. El memorial de agravios desmesurado, casi surreal, fue recibido con sorpresa y ofuscación. Habíamos olvidado el lenguaje y las reclamaciones ampulosas.
  Todavía no sabemos si las Farc han cambiado, su caparazón es duro y su dogmatismo ha crecido ante la falta de interlocutores, pero está muy claro que sus aparentes preocupaciones de hoy son muy distintas a lo que oímos en el discurso de Oslo. Poco a poco parecen haber abandonado las pretensiones de refundar la patria para comenzar a hacer política menuda, a opinar sobre los temas de todos los días, a apoyar causas menores y buscar simpatías con el oportunismo radical. Han pasado de cuestionar la Constitución a pelear la redacción de los decretos. Ahora hablan del precio de la gasolina y los fertilizantes, de los abusos de las farmacéuticas y la necesidad de unas curules propias; opinan sobre el umbral que salvará a los partidos minoritarios y defienden a los mineros del Bajo Cauca, hasta hace poco sus enemigos militares y hoy simples trabajadores bajo el abuso estatal. Por supuesto han acogido las reivindicaciones campesinas comenzando por su fortín en el Catatumbo y terminando en el Caquetá. En pocos días hablarán de los conductores borrachos y de la reelección de alcaldes y gobernadores.
El peligro es que las Farc comiencen a sobreestimar su papel en los recientes movimientos campesinos y revueltas citadinas. El gobierno ha señalado a la Marcha Patriótica como culpable de algunos saboteos y empecinamientos. Los jefes guerrilleros en La Habana deben estar excitados viendo los bloqueos por televisión: ahora no solo tienen micrófono y atención diaria sino que suponen una respuesta de las “masas”. En Caguán se equivocaron en el cálculo sobre su poder militar, y en Cuba se pueden equivocar sobre su credibilidad y fortaleza política.
Con la mezcla de política menuda e intimidación vía fusiles no solo se pueden engañar, también pueden confundir al país entero. Ahora mezclamos el reclamo de los campesinos cocaleros y los productores de papa, y en un mismo campamento están los mineros del Bajo Cauca y los Campesinos de Ituango, Petro dice que los vándalos en Bogotá fueron contratados por las Bacrim mientras el ministro de defensa habla de milicianos. La cosa está tan revuelta que Uribe utiliza los grafitis de Robledo. Hace casi 30 años Jacobo Arenas pensó en el proselitismo de la UP como una estrategia para lograr mayor presencia en las capitales. La guerra seguía siendo su mayor obsesión y sabemos cómo terminó el doble juego. Alargar el capítulo armado mientras se busca un papel en los titulares de prensa es una estrategia excitante pero muy riesgosa. El contagio entre proselitismo e intimidación es inevitable. Ojala de la Calle y Timochenko, cada uno por separado, lo tengan bien claro.