martes, 17 de diciembre de 2013

Prensa fantástica





El extraño objeto estaba en la mitad del sembrado de maíz. Un fierro amorfo de cuatro toneladas recibió esa mañana a los campesinos que venían a deshojar las matas. Se rieron de esa tosca lámpara maravillosa e intentaron moverla con el píe, como sacudiendo un animal dormido y amenazante. No faltó la teoría espacial que mencionaba de los restos de un cohete o un satélite. Siempre hay un hombre lleno de datos doctos y falsos: “En los últimos 55 años han caído a la tierra 15.000 toneladas de chatarra espacial”, dijo un chofer que se arrimó con la cámara de su teléfono a registrar el hallazgo extraordinario. Comenzó entonces la pequeña peregrinación: el polvo y los cactus le daban a la escena un merecido aire de trabajo de chatarrería, más de veinte hombres alcanzaron a trabajar en el improvisado taller en medio del campo de maíz reseco. Cuadrillas de amigos enlazaron el cascaron azul e intentaron llevarlo a sus casas, cada una usando una fórmula distinta. Luego de unas horas de fuerza inútil las especulaciones habían cambiado de propósito: ya no importaba qué diablos era ese extravagante retazo sino cuánto podían pagar por él como chatarra.
Hasta que apareció la carroza destinada a arrastrar el gran fierro. Un hombre en un tractor, acompañado de su mujer, su hermana, un hijo, su cuñado y un sobrino, amarró la pieza y en medio del polvo la condujo hasta el garaje de su casa en las afueras del pueblo. El cortejo fue envidiado en silencio mientras los protagonistas sonreían cubriéndose la boca para no tragarse el polvero. Un rastro de un kilómetro quedo marcando la ruta de la pequeña hazaña. En la noche la televisión había hecho olvidar la historia del día en el pueblo y la casa de los guardianes del tesoro no mostraba ningún reflejo particular.
Al día siguiente, un campesino que había movido otros tiestos encontrados junto al despojo mayor sintió náuseas, un quemón en la pantorrilla derecha y un extraño ardor en el pecho. Le contó a su esposa que él había tomado algunos hierros del maizal. En el hospital los médicos identificaron sus marcas y en menos de una hora el pueblo estaba lleno de policías y hombres con batas blancas. Ahora el polvo lo levantaban las camionetas que iban y venían y el maizal había sido cercado con cintas de seguridad. Parecía que en el medio de ese campo insignificante hubiera caído una astilla maravillosa.

También los seis ladrones estaban ya en el hospital contando su equivocación en medio del vómito. Dos noches atrás habían amarrado al chofer de un camión que descansaba al lado de una estación de gasolina y lo habían tirado en un campo cercano. Encartados con esa deformidad impenetrable decidieron tirarla, como al chofer, e intentaron sacarle el posible secreto. Ellos esperaban un camión cargado con insumos lecheros o mercancía de las fábricas de polietileno de la región. Adentro del fierro había 40 gramos de Cobalto 60, un material que en 4 minutos de contacto directo produce mortales hemorragias. La vieja máquina de radioterapias había convertido al pueblo en el centro de un absurdo experimento que combinó el atraco sencillo, la mecánica básica, las sustancias radioactivas y el rebusque. Basta que un chofer comience a roncar en la cabina de su camión, para que comience a moverse la cuerda del cuento fantástico.


martes, 10 de diciembre de 2013

Un soberano







Calificativos como ateo y comunista salieron a relucir en medio de la manifestación convocada por Gustavo Petro el lunes pasado en la Plaza de Bolívar. Volvimos a palabras y disyuntivas que parecían superadas por nuestros debates políticos. También se agitaron las banderas del partido comunista y el M-19, y oímos un desordenado recuento de la historia política nacional con Gaitán y Pizarro como referentes del supuesto momento histórico que estábamos viviendo. Un Petro lloroso y desbordado armó el altar de mártires y se incluyó como una víctima más de la “oligarquía asesina”. Por momentos, el tono, el ambiente de indignación y los llamados a pelear los espacios democráticos en la calle me hicieron pensar en Venezuela, donde la arbitrariedad y la protesta han llevado a un estancamiento civil y político, a un caos institucional cubierto por elecciones recurrentes.
Un trino de Antonio Ledezma, el reelegido alcalde Metropolitano de Caracas, confirmó esa primera impresión: “Hay una diferencia bien sustancial entre Alcalde Electo y Ministro Impuesto. Esa diferencia se llama ‘pueblo’”. Por un momento creí que Ledezma estaba defendiendo a Petro, que bien podría ser su antónimo ideológico. Pero no, Ledezma defendía sus funciones y su legitimidad democrática. Desde que ganó su primera elección en Caracas, hace cinco años, Hugo Chávez nombró un jefe de gobierno para el Distrito Capital, con presupuesto y mandos propios, y dejó al alcalde con su palacio y sus votos. Era una manera legal, al tiempo que desafiante y grosera, de desconocer el triunfo de los opositores políticos.
Alejandro Ordóñez, desde un poder con vestidura jurídica, se ha convertido en un extravagante comodín político. La red de lealtades burocráticas que tejió para su reelección demuestra que es un hábil clientelista. Una nómina de 400 cargos de libre nombramiento y remoción con salarios de 14 millones de pesos es suficiente para lograr una mayoría en el Senado. A la hora de las sanciones Ordóñez se ha mostrado implacable con políticos de todos los bandos. Guardadas algunas lealtades azules que asoman bajo su toga justiciera. No es casualidad que antes de descabezar a Petro haya tumbado al Superintendente financiero y jugado duro contra el presidente candidato. Se trataba de equilibrar la balanza. En pocos días habrá elecciones atípicas en Morroa y Abriaquí por decisiones de la Procuraduría, en los pequeños feudos también se dan batallas políticas que pasan inadvertidas.

El diseño institucional de la Procuraduría junto al liderazgo y el respaldo político y judicial que fue construyendo de su jefe, crearon un poder de veto administrativo y electoral que nos puede llevar a escenarios de polarización y crisis política cercanos a los que ha sufrido Venezuela. La condena dictada por un funcionario que construye su código caso a caso y no admite recurso alguno, genera impotencia e insensatez, convierte los partidos en facciones y la política en un juego inevitable de retaliación. Ordóñez ha sacado del escenario a importantes fichas nacionales y tiene en su escritorio las carpetas de otras tantas. Desde su posición extrema ha terminado por decidir quién tiene derecho a participar en el debate electoral. Una cierta complacencia sectaria de la sociedad y un disfraz anticorrupción hicieron que tardáramos mucho en notar que era peligroso para todos. 

martes, 3 de diciembre de 2013

Alborada





Luego del  estruendo, cuando apenas se disipa el humo de la pólvora, comienzan los análisis aturdidos sobre un alboroto reciente que acompaña la primera madrugada del diciembre en Medellín. Para muchos, los voladores y los tacos en las calles, la euforia que despiertan los estallidos, la niebla provocada que cubre buena parte del valle, no es más que un rito mafioso. Han encontrado una frase para señalar a los vecinos alborotadores y jugar a la sociología de fin de semana. Se trata sobre todo de dividir a la sociedad entre quienes son silenciosos, cívicos, moderados y espirituales, y sus contrapartes derrochadoras, arrogantes, con gustos primarios e impulsos violentos. Los analistas trazan la línea y, por supuesto, se ubican del lado de la superioridad moral, disfrazan de reflexión cuidada su gusto por armar bandos definidos entre el bien y el mal. Al día siguiente se levantan mal dormidos pero felices con su reproche sobre la “sociedad traqueta” en la que viven y contra la que luchan.
Pero la pólvora ha sido una constante en las celebraciones populares en Antioquia. Tomo un libro sobre Guayaquil y me encuentro los estallidos en cada una de las fiestas de la antigua plaza de mercado y estación del ferrocarril. El primer alumbrado público: “Una vez más, obispo y bendición, gobernador y discurso, banda y música, pueblo y pólvora, aguardiente y fiestas”. Fin de la guerra de los mil días: “…la pólvora de los juegos artificiales iluminó el cielo nocturno, para iniciar una bacanal de bailes, disfraces, máscaras, cabalgatas, cohetes, globos…” Si quieren un poco más de pirotecnia verbal pueden buscar los diciembres de Carrasquilla cuando “le rayamos el cielo al Niño con un lápiz de candela: “Por dondequiera se inflaman las bengalas, dispáranse chorrillos y pañueletas, arden infiernos y gargantillas, estallan casacas y petardos, y el buscapié y el triquitraque persiguen a cristianos y espiritistas. Pues es de saberse que, en tales fiestas, si los adultos derrochan en juguetes, los chicos, por más que papá vaya a prender la casa, gastan en pirotecnia cuanto consiguen en ese mes propicio. La pólvora es pasión del antioqueño. Si no es amor al humo, será señal de heroísmo; de gloria, en todo caso”. Dirán que me voy muy lejos para justificar la barbarie actual. Les dejo entonces los niños de Los días azules de Vallejo: “Nosotros, como todos los niños de Antioquia, fuimos polvoreros: hacíamos papeletas durante días y días, por gruesas, gruesas y gruesas para el veinticuatro. Así Medellín en diciembre se volvió un peligro; estaba uno tranquilo en su casa, haciendo globos o papeletas, cuando de súbito, más cerca o más lejos, sin avisar, se oía la gran explosión: había estallado una casa”. Por eso aparecieron las chazas donde se vendía pólvora en vez de juguetes chinos: “Las polvorerías propiamente dichas se convirtieron entonces en casetas de tabla ubicadas a lo largo de dos o tres cuadras, en una sola calle. Así, en vez de volar una sola, volaban todas…”
También a mí como a Vallejo “el solo olor a pólvora me expande el alma”. En mi recuerdo siempre será más importante “la granada”, el gran botín de la caja de pólvora Mariposa, que el niño dios y su aserrín. También yo compré gruesas de papeletas a polvoreros de manos muecas y cambié los banquetes del diciembre por el humo de los chorrillos. La ciudad ha elegido un nuevo día para celebrar, no solo con pólvora, también con fiesta en la calle, olla de sancocho y baile en la acera; para algunos la gente obedece al chasquido de los dedos de Don Berna y al gesto de poder de los pillos de esquina, según ellos, más de media ciudad es compinche o rehén de ese escándalo que se ha ido regando como pólvora. A palabras necias, oídos sordos.


miércoles, 27 de noviembre de 2013

Bitácora de pólvora






Es un cuaderno de hojas oficio escrito a máquina y cocido con hilos amarillos. Una pasta dura azul protege el legajo y en el lomo está escrito un nombre con letras doradas: Pablo Escobar. Cada página está encabezada con un registro de fecha, hora y número de líneas. Las mayúsculas de la máquina de escribir y las claves numéricas hacen recordar una bitácora militar. En sus más de 500 páginas hay un resumen del día a día de un momento de la guerra del Estado y los Pepes contra el establecimiento criminal de Escobar. La memoria guarda el sonido hondo de las bombas, el clima de expectación permanente, el guiño del ala derecha en el sombrero de los hombres del bloque de búsqueda, la letra infantil y macabra en las cartulinas de los Pepes. La ciudad era un territorio de cacería con depredadores grandes y pequeños, había sitios indicados para dejar a las presas, había celadas y camuflajes permanentes, había rondas que dejaban el ruido de los aviones o las historias del mito en la boca de los taxistas.
El cuaderno tiene 563 nombres con sus alias y la banda a la que pertenece cada uno. Desde el infaltable John Jairo hasta el inesperado Marco Fidel Suárez. Un ejército dividido en 53 bandas y dispuesto a defender a su patrón con la vida. Una red que tenía puntos en todas las laderas: el Popular 1 y 2, Manrique, La Estrella, Santo Domingo, Aranjuez, Santa Cruz, La Ramada, Trianón, El Poblado. Sus páginas ayudan a componer el cuadro de hace 20 años, le entregan detalles a esa historia para que no todo sea recreado en la televisión: “Sobrevuelo de aviones norteamericanos sobre Valle de Aburrá. Por lo menos 4 aviones Hércules c-130 y dos cuatrimotores Orión P-3, por más de 8 horas adelantan rastreo electrónico apoyando operaciones terrestres de ejército y policía”. Los métodos de contrainteligencia del capo también quedan al descubierto: “Hallado muerto en la Loma del Esmeraldal Conrado de J. Cárdenas, había sido secuestrado el día anterior en Avenida Oriental por La Playa, propietario de una chaza, vendía fantasía, servía de correo a Pablo Escobar”.
Cada día tiene una colección de secuestros, muertos, capturas, bombas y notificaciones. Los abogados de Escobar a la salida de La Picota, la profesora de sus hijos en el colegio Los Cedros, un campeón de motociclismo tirado en la Curva del Diablo, Guido Parra amarrado con su hijo en La Cola del Zorro, el caballo Terremoto castrado en una glorieta, un sicario suicida que intenta matar a Jorge Mesa, alcalde de Envigado, la captura de alias Latino, acusado de terrorismo, en compañía de José Ignacio Mesa, hijo del alcalde y diputado del departamento. El bloque de búsqueda allana la universidad Lasallista, el Colegio San José y la residencia de los Hermanos Cristianos. Tres días después Escobar vuelve a entregar la colchoneta caliente en una casa de Belén Aguas Frías: “…deja abandonados dos fusiles, una pistola, un maletín con efectos personales y ocho cartas. Detenidas dos mujeres.” Una valla en Las Palmas hace publicidad cívica en medio de la guerra: “Qué bueno está Medellín, ciudad de la eterna primavera, sin Pablo Bombas”.
Mientras tanto el Fiscal De Greiff visita la cárcel de Itagüí para hablar con los hombres de Escobar, y Hermilda Gaviria le pide a su hijo que no se entregue. Al final de la bitácora, ya muerto el capo, Sarita Arteaga Escobar, sobrina de Pablo, le escribe una carta a María Paz Gaviria para que le pida a su papá que facilite la salida del país a la niña Manuela Escobar Gaviria. Al cerrar el cuaderno queda un tizne de pólvora en los dedos.



martes, 19 de noviembre de 2013

El ocaso de los ídolos






El silencio del Parque Arqueológico de San Agustín sigue siendo sobrecogedor. Los “colosos” que visitó Preuss hace 100 años entregan los mismos interrogantes de siempre:  los nudos limpios de las cintas de piedra en la espalda de los ídolos, los colmillos que amenazan o ríen, los ojos que se alargan o se curvan, las manos infantiles y majestuosas sobre el pecho. Codazzi que describió 34 de las estatuas no pudo más que imaginar la inscripción en piedra de ciertas “leyes morales”, “un sistema religioso con aplicación a la vida social”. Setenta años después del italiano, llegaron las preguntas de Konrad Theodor Preuss: “¿Por qué razón estos indígenas, cuyo grado de civilización incipiente estaba, con todo, muy por encima de las otras tribus de los valles vecinos, sintieron la necesidad de dar al Ser una expresión monumental como esta que admiramos en las vecindades de San Agustín?”
Era el momento para volver a esas preguntas, para que una insignia del sur lograra fijar la cada vez más volátil atención del centro, para que nos olvidáramos de las rencillas nuestras de cada día y celebráramos una incógnita dejada hace siglos, una herencia de belleza que en su momento fue puesta al “mismo nivel de los tesoros de Tut-Anch-Amon”. La idea era que 20 piezas viajaran al Museo Nacional en Bogotá y el Retorno de los ídolos significara una ruptura de la vieja desconfianza entre dos países unidos por lazos presupuestales y burocráticos.
Pero entre nosotros todo tiende a la pugnacidad y la transacción politiquera. Un extranjero que vive hace años en San Agustín puso los primeros peros al traslado de los ídolos, habló de la pérdida de energías ancestrales y otros rollos chamánicos subrayados en sus libros. Muy pronto aparecieron guerreros de su causa. Al comienzo algunos maestros acostumbrados a la confrontación como oficio. Era la oportunidad de dar pelea, mostrar su fuerza y encontrar un cacique que moviera sus marchas. Lo encontraron, desde el Caquetá el senador Jorge Eliecer Guevara puso sus fichas para buscar provecho.  Nadie le había prestado atención a las reuniones que durante un año realizó el ICANH para explicar el proyecto, eran simples charlas académicas sin espacio para la descalificación ni posibilidades para la adrenalina y la pantalla que entrega el ESMAD. Se sumaron también algunos periodistas de Neiva y hasta gaseosas Cóndor puso sus burbujas en defensa de las energías cósmicas. Los diputados ya estaban alertas y lo que era una exposición se convirtió en botín. Ahora se exigían puestos, acueductos, reconocimientos y contratos para dejar salir a las esculturas.
Faltaba la estocada final y para eso llamaron a los indígenas Yanaconas que hace menos de 20 años llegaron al municipio de San Agustín. Estos cazadores-recolectores de rentas públicas se tomaron a pecho su labor y se fueron a abrazar las estatuas: “No se pueden llevar a nuestros dioses”, decían. Pero todos saben que sus dioses son el presupuesto y que quieren más a los notarios que al Doble yo. Trajeron a algunos de sus hermanos del Cauca para jugar al paro arqueológico. Como último refuerzo llegaron estudiantes de la Surcolombiana y la Universidad del Cauca, acostumbrados a cobrar por cada paso en sus marchas.
Quedó claro que todavía hay un gran resentimiento en las relaciones entre el sur y el centro, y que los ídolos fueron rehenes de esa vieja pugna. También que nuestras discusiones son casi siempre mezquinas y tienen varios ceros detrás de las declaraciones de principios. Y que los colombianos que creíamos que San Agustín era un patrimonio común, nos enteramos que las piedras labradas tienen dueños, una peligrosa raza de esotéricos clientelistas.


martes, 12 de noviembre de 2013

Ponerle veneno





Las novelas con ilustres enfermos envenenados han vuelto a la prensa. Cada tanto es necesario sacudir los huesos de algunos mártires en busca de las huellas de una conspiración. Morir de cáncer no puede ser el destino adecuado de un guerrero o un poeta de masas. Además, las viudas se aburren y comienzan a imaginar historias brumosas y a desentrañar enemigos. Es necesario tomar la calavera gloriosa y corriente, mirarla a las cuencas y pedirle que entregue una última historia, un rastro de Polonio-210, un poco de arsénico que manche la blancura del cráneo. Estamos aburridos de espías informáticos, de burócratas militares sin ángel como Bradley Manning y hackers audaces como Snowden, es necesario volver a la vieja guardia que entregaba la mueca amarga de los envenenados.
Hay tres equipos científicos esculcando sesenta muestras de los huesos de Yaser Arafat. La escena de recolección de restos debe ser algo similar a cortarle las uñas a un esqueleto. La radiación en el armario del líder palestino dio la primera pista: la kufiyya debía brillar en las noches de insomnio de Suha, su viuda. Una pizca de polonio-210 del tamaño de una mota de pimienta pudo ser suficiente para matar al Rais. Es la tercera vez que abren el cofre de Arafat y no será la última. Ahora los científicos no se ponen de acuerdo sobre lo que dicen los huesos del cadáver. Para los suizos fue envenenado, para los rusos es imposible llegar a esa conclusión y los franceses tienen todavía su moneda en el aire.
El caso de Neruda es menos poético. La legión de herederos -políticos, económicos, líricos- se pelean la biografía del hombre y cada uno propone un fin acorde a sus fines. Aquí el supuesto culpable no es un veneno invisible sino una vulgar inyección aplicada al poeta en un hospital chileno apenas 12 días después del golpe a Allende. El propio Neruda les habría comentado el asunto a Matilde Urrutia, su última mujer, y a Manuel Araya, su chofer de confianza. Pero parece que a la señora se le olvidó el detalle y Araya lo recordó solo al cumplirse el aniversario 40 de la muerte del poeta. El conductor contó hace meses que “Pablito” lo llamó a decirle que se sentía mal luego de una inyección traicionera. El equipo de médicos legistas, toxicólogos, arqueólogos, fotógrafos forenses y antropólogos llegó hasta la Isla Negra hace unos meses. Ya tendremos las fotos para una edición especial de poemas sobre la muerte. Lastimosamente dicen que la osamenta estaba sana y salva: no se encontró veneno alguno entre los restos. El partido comunista no se contenta con un maldito cáncer de próstata y pidió ir hasta la médula del asunto: “hay elementos que desaparecen con el tiempo como el gas sarín. El caso no se cierra hoy día, vamos a solicitar nuevas muestras”
Hace años, cuando los envenenamientos se democratizaron y salieron de los palacios para engalanar las riñas domésticas y las comisiones de los empleados funerarios, un juez inglés entregó la frase que resume el interrogante detrás de todos los mitos venenosos. El pueblo pedía la condena de una mujer acusada de matar a su esposo y las pruebas no daban evidencia suficiente. El hombre les gritó a los médicos desesperado desde su peluca majestuosa: “sacad el veneno donde está escondido, mostradlo y yo la condenaré”.








martes, 5 de noviembre de 2013

Pecados por exceso




El filtro de entrada que los hospitales han ido construyendo por desconfianza merecida frente a algunas EPS, por cálculos sobre su balance más allá de las historias clínicas, por incapacidades y carencias propias, se ha convertido en uno de los puntos principales del debate sobre la salud en Colombia. Son los pecados por defecto de nuestro sistema. Más silenciosos, y en ocasiones más complejos, son los pecados por exceso que se presentan todos los días en las salas de cuidados intensivos y de exámenes especializados. Aquí las decisiones tienen que ver con el límite natural de la vida y los esfuerzos desmesurados de los médicos –ensañamiento terapéutico, lo llaman algunos– que muchas veces parecen dirigidos más a mejorar la factura que la salud.
En menos de tres meses he tenido cerca dos casos en que los hospitales –muy reputados por cierto– abren la puerta de par en par a los pacientes y la cierran con disimulo, fingiendo responsabilidad y celo profesional, cuando el enfermo imaginario o la familia del enfermo terminal buscan una salida razonable. Una vez entra el paciente con respaldo económico probado por su EPS prepagada, los hospitales comienzan a actuar con la lógica de un hotelero desmedido. Para el enfermo imaginario que llegó creyendo tener un infarto decretan tres días de cama en cuidados especiales sin importar que se haya comprobado que todo fue una acidez mal interpretada. Aquí el asunto es más una comedia que una tragedia. La acompañante debe ponerse más rígida que las enfermeras y notificar, con palabras que retumban en las catacumbas del hospital inmenso y fantasmagórico, que el paciente rubicundo saldrá por sus propios medios quieran o no los médicos precavidos. Huir de un hospital es siempre sano.
En el segundo caso el asunto entraña una tragedia. Someter a un paciente y a una familia a una agonía de 25 días pensando en una factura de 180 millones de pesos o en una obligación religiosa, o en las dos al mismo tiempo, es un pecado de lesa religiosidad y un abuso mercantil. En la situación particular que conocí la familia debió acudir a una segunda opinión luego de recibir durante tres semanas diagnósticos contradictorios y sermones sobre la vida y la esperanza. Solo cuando el esposo de la paciente firmó por iniciativa propia una carta pidiendo que no se le suministraran más antibióticos a su mujer enferma –era claro que la capacidad de respuesta al tratamiento era escasa o nula y que el pronóstico de vida se limitaba a semanas o meses– en el hospital reunieron al comité de ética para tomar la decisión. La paciente murió tres días después del acuerdo lógico desde el punto de vista médico y humano. En el entretanto los doctores alcanzaron a hablar de homicidio por omisión y otras imprecisiones que desconocen el derecho penal y el fallo de la Corte Constitucional sobre la eutanasia.
Muchos de los recursos que hacen falta para atender las necesidades de pacientes con un alto potencial de recuperación, terminan invertidos en pequeñas farsas con excesos diagnósticos para pacientes sanos o largas agonías para enfermos terminales sin posibilidad de expresar su voluntad. Por eso en Estados Unidos se ha hablado del “juicio sustitutivo” al que tienen derecho los familiares, y de la teoría del “mejor interés” que busca encontrar el juicio de una persona razonable en las mismas condiciones de un paciente sin capacidad de tomar una decisión por sí mismo. Es urgente pensar en algo para que no sea necesario entrar al hospital con un plan de fuga y un testamento que invoque el derecho a expirar a la hora indicada.




miércoles, 30 de octubre de 2013

Encuesta reveladora





Durante veinte años la sociedad norteamericana conservó una férrea oposición a la legalización de la marihuana. Según una encuesta de Gallup, que se ha hecho cada año desde 1969, tres generaciones  de gringos miraron con desconfianza o con franca irritación la posibilidad de que la hierba se vendiera de manera libre. Entre 1978 y 1998 la desaprobación se mantuvo prácticamente estable entre el 68% de los consultados, con largos periodos donde alcanzó incluso picos del 73%. Nixon fue el autor de un señalamiento que caló y se renovó durante décadas. Según Paul E. Gootenberg, especialista en la historia de tráfico de drogas, “Nixon concentró su legendaria ira política en la marihuana”. Más tarde Reagan encontraría argumentos científicos contra la legalización en un supuesto experimento científico con monos trabados mediante una máscara que los atiborraba de humo. Se concluía que los Macacus Rhesus quedaban descerebrados después de meses de juiciosa intoxicación.
Muy rápidamente la opinión de los norteamericanos ha dado un vuelco respecto a lo que algunos llaman con afecto  un “noble barillo”. En solo siete años la legalización ha pasado de un apoyo del 36 al 58% expresado en la más reciente encuesta. Ya Clinton reconoció haberla probado sin aspirarla, solo mojar los labios, y hoy en día más de una tercera parte de los gringos mayores de 18 años confiesa haber dado algunos pitazos. En menos de una década se vencieron los prejuicios y las historias de terror alrededor de la hierba. La legalización se convirtió en bandera de filántropos, académicos, intelectuales y hombres de negocios. Los usos medicinales abrieron una tronera con visos de orden y control sobre los moños de la Cannabis. Lo que antes se vendía envuelto en un papel arrugado ahora se entregaba en frascos etiquetados. Las formas ayudaron al fondo. El apoyo a la legalización seguirá creciendo: entre los menores de 30 años la aprobación llega al 62%. Se demostró que Washington y Colorado no son dos anomalías –recientemente aprobaron en referendo la legalización de la marihuana– sino la consecuencia natural de una tendencia nacional.
El presidente Obama, por su parte, prefirió hacer una jugada disimulada como muchas de las suyas. En un comienzo se dijo que el gobierno federal cargaría contra las decisiones en Washington y Colorado por ir en contravía de leyes nacionales. Hablaba para los presidentes latinoamericanos. Estados Unidos teme que nuestros países tomen el mismo camino que ellos ya están transitando. No están preparados, debe ser la frase en voz baja. Sin embargo Eric Holder, el fiscal general, decidió respetar la decisión de los dos estados y señalar solo unos casos específicos en los que la venta de hierba podría llevar a procesos penales.
Más allá del giro en la opinión nacional deben haber pesado algunas cifras. Cada año se detienen en Estados Unidos 750.000 personas por delitos relacionados con la marihuana. El 40% de las detenciones por narcotráfico en ese país tienen que ver con una sustancia que se vende para uso medicinal en 18 estados. La cura de la prohibición ha resultado más mala que la enfermedad. Entre nosotros la legalización es todavía un tema impopular. Pero nuestros números también pueden servir para mover la aguja. El 20% de los presos colombianos están en la cárcel por pequeños delitos de tráfico de drogas. Valdría la pena pensarlo bien, sin humo en la cabeza.


martes, 22 de octubre de 2013

El antibarrio







En menos de un año Medellín ha sido la sede de dos grandes crisis alentadas por la codicia. La diferencia entre la quiebra de Interbolsa y la tragedia de la constructora CDO está sobre todo en que los estragos de la última están a la vista. Las pruebas de los desfalcos de Interbolsa se guardan en cajas de seguridad y los afectados reclaman en silencio vergonzante por el valor de sus papeles. En el caso de CDO los resultados de la avidez empresarial hacen parte del paisaje y no se limitan a la irresponsabilidad de una constructora. Las administraciones municipales, las empresas inmobiliarias, los ciudadanos convertidos en clientes y hasta el gobierno nacional han jugado a dejar pasar, a ser flexibles, a estimular la demanda y facilitar la oferta para que el barrio El Poblado sea lo que es hoy: un antibarrio.
El Poblado ha sido un botín irresistible a pesar de los estudios, las restricciones y las recomendaciones. Desde el POT de 1999 se impusieron los intereses económicos frente al sentido común. Un cambio de equipo en la oficina de planeación sirvió para que a última hora se subieran los “aprovechamientos” de los constructores y se mantuvieran las “obligaciones” de generar espacio público y equipamiento urbano. Desde 1996 hasta 2007 los habitantes de El Poblado crecieron cerca del 50%, pasaron de 73.536 a 110.509. Las normas exigían Planes Parciales para otros sectores y El Poblado quedó como la opción más fácil y más rentable. Los curadores se convirtieron en agentes inmobiliarios que encontraban siempre una zona gris en la reglamentación para permitir el levantamiento de una zona gris en las laderas del Suroriente. En un momento, cerca del año 2007, la construcción en El Poblado representó el 48.4% de la actividad del sector en Medellín. El Poblado no era un barrio sino una fábrica de edificios, un motor de la economía local que no se podía permitir el lujo de darle gusto a los nostálgicos que hablaban de zonas verdes, vías y transporte público.
Es cierto que se diseñó un Plan Especial de Ordenamiento para El Poblado entre 2004 y 2005, y que el POT aprobado en el año 2006 impuso una regla que dictaba restricciones y bajaba la densidad para los proyectos a medida que se alejaban del eje del río Medellín. Pero siempre se puede construir contra el espíritu de la norma pero de manera legal. Para eso hay abogados. En ese momento las limitaciones dependían de un concepto de Corantioquia que se demoró un año y medio en llegar y mientras tanto se multiplicó la piñata de licencias. De otro lado el POT de 2006 dejó libre la opción de una franja a lado y lado de la Avenida Las Palmas y por ahí se abrió una nueva tronera. La norma dice que el índice de ocupación del barrio  debe ser el 30%, pero uno mira la ladera desde el Occidente y se da cuenta que no hay un 70% de espacio libre y que las normas son papel picado frente a la ambición.
El Poblado es un barrio de pequeños reinos feudales. Las urbanizaciones, su piscina y su salón social buscan compensar la inexistencia de aceras, parques, tiendas, espacios comunes. Las discusiones se dan solo en las asambleas de copropietarios. La mierda del perro del vecino, la música a altas horas y la fiesta de halloween son los grandes temas de discusión. Solo el 5% de los habitantes de El Poblado, los que viven en pequeños enclaves cerca de las quebradas y reciben su factura marcada con el estrato 2 y 3, tienen una vida de puertas para afuera. Son los dueños del barrio.






martes, 15 de octubre de 2013

Ir al sur





Alguien debería encargarse de deslizar un mapa de Colombia por debajo de la puerta de cada casa. Un mapa que fuera una invitación, un juego, una pequeña clase de geografía con aspiraciones turísticas. De modo que antes de aturdirnos con las noticias podríamos dar una vistazo sobre la encrucijada que forman dos ríos, buscar una laguna, elegir un pueblo sobre un filo, ubicar las serranías que solo conocemos por la reseña de una masacre. Quitarle la carga de noticias a la geografía y mirar las cordilleras sin la prevención de las emboscadas podría ser una saludable irresponsabilidad.
El mapa sería un antídoto eficaz contra el veneno de las promociones y las agencias de viajes. La promesa desmesurada del dorado en las playas del norte nos ha hecho mucho daño. Es hora de romper el cliché del coco loco y los parasoles para buscar destinos menos anunciados. Parece increíble que el año pasado el parque natural Corales del Rosario y de San Bernardo haya tenido 420.000 visitantes mientras hasta el parque arqueológico de San Agustín solo llegaron 67.000 turistas. Hace tres meses estuve en San Agustín y todavía tengo visiones de las 409 piedras que custodian esa orilla escarpada del alto Magdalena. Viajar al sur tiene la gran ventaja del recibimiento sin la estridencia de las ofertas. El visitante puede descargar la maleta y mirar el pueblo sin espantar a los acomodadores ni rechazar a la romería de taxistas ávidos.  Y es posible encontrar el trapiche humeante sin concertar una cita y oír la conversación de dos señoras en un colectivo sobre las dificultades para cobrar el incentivo a los cafeteros. Cuando los lugareños hablan desprevenidos en presencia del visitante es porque el viaje va bien.
Un turista nunca será un pionero, y necesitará siempre la ayuda ocasional de un lazarillo; pero solo en destinos alejados de los san andresitos se logra escoger el guía sin imposiciones y caminar sin el lastre perpetuo de ser un cliente potencial. Es necesario cambiar de paradigma: abandonar el sueño de la hamaca y el Águila para acoger la visión del banco de tienda y la Poker. Solo una perversión explica que los turistas bogotanos decidan bajar de la Cordillera Oriental y recorrer medio país para encontrar una playa atiborrada por sus coterráneos, cuando bien podrán gastar la mitad en tiempo y plata en busca de los “ídolos” agustinianos o de una laguna prometedora en el sur. Si las vacaciones implican un silencio distinto y una pausa a la fatiga de los hábitos, bien vale cambiar el Atlántico por las aguas serenas de la Cocha.
En noviembre próximo veinte esculturas de los diferentes sitios arqueológicos de San Agustín llegarán hasta el Museo Nacional en Bogotá. Más que una exposición se trata de una especie de invocación para repetir que el sur está más cerca de lo que se cree, y que guarda sorpresas imposibles de describir en los folletos “todo incluido”. Si algo puede traer la promesa inestable en La Habana, es abrir definitivamente la puerta al sur y convertir a Florencia, Mocoa, Popayán y Pasto en las capitales que servirán para el primer desembarco hacia los pueblos del sur.





martes, 8 de octubre de 2013

Crimen ordenado






Medellín necesita una nueva cartografía. Un mapa que nos señale el poder esquina a esquina y nos diga quién manda en las calles más azarosas y quién vigila en las más tranquilas. Los especialistas en buscarle un orden a ese pequeño mundo feudal en los barrios hablan de 350 combos y cerca de 13 mil hombres armados. Un ejército disperso lleno de pillos altaneros y temerosos, de guerreros que son jefes en su calle y débiles subordinados unas cuadras abajo. Los poderes de cada combo pueden cambiar con el desorden de una fiesta de fin de semana o con un accidente en moto. Cada tanto se agitan las fichas de algún parche y todo vuelve a comenzar.
De nuevo la ciudad habla de un pacto para imponer reglas sobre la variada descentralización criminal que parcela las ollas, las tiendas, las maquinitas, las obras públicas, los presupuestos participativos, las rutas de buses. Parece increíble que la reunión de unos cuantos hombres pueda entregar un mandato obligatorio sobre el mundo amorfo y desobediente de los bandidos. Tenemos un crimen más organizado de lo que creíamos. El nuevo secretario de seguridad no desmiente ni confirma la existencia de un acuerdo y sale del tema con una sentencia vieja: “no auspiciaremos jamás pactos con criminales”. Sin embargo, hasta julio pasado los homicidios en la ciudad habían crecido 20% con respecto a 2012. Hoy, luego del pacto firmado supuestamente el 14 de julio, la cifra de homicidios ya es cerca del 17% menor a la de los primeros nueve meses del año pasado. Una vez más se confirma que las autoridades no tienen muchas velas en el crecimiento o la disminución de los entierros.
Don Berna fue extraditado a los Estados Unidos hace algo más de cinco años. Luego de su desmovilización se habló de la ‘Donbernabilidad’ y el poder “disciplinario” que ejercía el jefe del Bloque Cacique Nutibara sobre los combos en Medellín. Su mando, respaldado por la estructura de las AUC, hacía fácil entender el temor reverencial de los combos. En últimas, Don Berna llevaba años peleando su supremacía barrio a barrio. Además, era lógico que buscara un apaciguamiento para mejorar sus condiciones de reclusión y darle legitimidad a un proceso con muchos interrogantes. El Estado estaba observando y tenía a los jefes en la cárcel. Hace 3 años las noticias reseñaban un pacto entre Valenciano y Sebastián. Una comisión de la iglesia y la llamada “Comisión por la Vida” avaló los acercamientos que supuestamente solo buscaban “motivar para que la gente no se mate”. La administración del momento miró de reojo.
El pacto actual es el más misterioso de los últimos años. Ya no están los capos de los grandes titulares para dar avales y meter miedo. Tampoco se habla de negociaciones con ninguna de las instancias de gobierno y solo sabemos que se jugó un partido de fútbol entre facciones enemigas y se dio un encuentro entre duros en Santa Fe de Antioquia. Los Urabeños, La Oficina, Los Rastrojos serían ahora los líderes de una división del trabajo que busca repartir roles y castigar a quienes matan por caprichos menores. Pareciera que en el mundo criminal no se necesita un gran prontuario para tener don de mando. Mientras tanto, el Estado y los ciudadanos miramos con curiosidad. 

miércoles, 2 de octubre de 2013

Purga inútil






En ocasiones uno logra entender a los fanáticos y renegados del Tea Party en su lucha contra el Estado. Alguna razón tienen cuando intentan quitarle poderes a ese engendro de secretarías, vicealcaldías, superintendencias e inspecciones que va firmando órdenes y castigos mientras bosteza. Hay momentos en los que uno se pregunta a qué bendita hora les entregamos el poder a los funcionarios sobre los asuntos nimios, las decisiones de puertas para adentro, los caprichos más sencillos y entrañables. Porque un señor con una planilla y un chaleco puede ser el peor de los déspotas, el más insignificante y cargoso.
En Medellín los bares y restaurantes han sufrido por años lo que Luis Tejada llamó la “tiranía de la higiene”. Cada tanto aparece una cuadrilla de ocho funcionarios recién bañados según el gusto de la Secretaría de Salud. Prenden las luces y apagan la música como si se tratara de un allanamiento. Sacan sus linternas y esculcan los rincones, levantan a los comensales en busca del polvo bajo las mesas, van al lavaplatos a olisquear las copas recién vaciadas y llegan hasta los baños con tapabocas y aire de científicos. Su patetismo debería producir risa, pero acompañado de su arbitrariedad solo produce rabia. Tienen el poder de un lápiz y un acta, y les gusta imponer su lógica como hacen las tías odiosas en sus dominios. Tejada escribió hace noventa años contra ese afán civilizador que pretendía quitarnos “nuestra mugre, lo único que da color, sabor y espíritu a la ciudad”; y señaló los peligros del estropajo y la pulcritud en manos de quienes intentaban convertir el mundo en “una aburridora máquina de matar microbios”. Tejada sería incapaz de vivir en este tiempo de ambientadores y jabones antibacteriales.
Lo triste del caso es que uno no imagina cómo logra llega la cuadrilla de matamoscas hasta los locales dignos de inspección. Hace poco su ronda pesticida se dedicó al centro de la ciudad. Afuera de los bares y restaurantes crece la mugre y el desorden. Hace unos días vi una hermosa escena donde un enjambre de cucarachas atacaba un costal de naranjas tirado en el sardinel de una avenida principal. Los indigentes, acuciosos, cubren con algo de basura los huecos que dejan al robar las tapas de los contadores. Es imposible negar el aire percudido del centro luego de dejar el piso de espejo del Metro. Imagino que los especialistas de la asepsia no son sometidos a la dura prueba de las calles, no la soportarían. Y sin embargo de puertas para adentro se muestran inflexibles, el Estado es incapaz de cumplir sus funciones en el espacio público pero envía sus inspectores implacables a la hora de evaluar los dominios ajenos. De modo que los comerciantes deben lidiar con las extorsiones privadas y las imposiciones oficiales.
Las inspecciones y las actas han llegado a extremos ridículos. Poco a poco los inodoros visitantes se están convirtiendo en decoradores de interiores. No les gusta el ladrillo expuesto -deberían mandar a revocar la Catedral donde se ofrece el cuerpo de Cristo-, les molesta el techo de caña brava y no soportan la barra del bar en madera de nogal. Si les damos confianza seguirán con el tamaño de los espejos o el afiche libidinoso en la bodega. El Estado casi siempre es un purgante, pero es mucho más difícil tragárselo cuando sabemos que su amargo es inútil. 

martes, 24 de septiembre de 2013

'El reino que estaba para mí'





También Mutis tuvo sus andanzas de desplazado como cualquier agricultor de provincia, siendo en cambio un heredero de haciendas -El cedral, Coello, Cañaveral, El paraíso- recién desembarcado de los espejismos de Bruselas. El primer desplazamiento llegó con la muerte de su papá cuando tenía apenas siete años: “Por primera vez pensé en la muerte, y comprendí que algún día me llegaría la hora. Tal vez ahí comencé a morirme yo también”. No había manera de mantener el sueño europeo y su mamá se lo dijo muy claro, para que no le quedaran dudas en las páginas del pasaporte: “Esto se acabó. Es mejor que piense de una vez por todas que acá no vamos a volver a vivir”.
En los recuerdos de su último viaje en barco desde Europa, ese recorrido que fue su fascinación hasta los nueve años, donde intentaba sentirse como esos “gavieros a los que dejó atrás el radar de las embarcaciones modernas”, se retrata algo de la sensibilidad y los gustos del escritor que velaba su biblioteca con un retrato del Rey de España. Mutis recuerda la escala en La Habana y las grandes casas blancas de los comerciantes españoles. Todavía quedaba algo del reino que acababa de abandonar. En su puerto de arribo a Colombia todo era extrañeza y desagrado. “La llegada a Buenaventura era terrible. Esa ciudad lacustre, donde hacía un calor húmedo espantoso, era uno de los sitios más horribles del mundo”.
Solo subiendo hacia las fincas cafeteras, muy cerca del alto de La Línea, volvía a encontrar una tierra prometida. Por eso la creciente del río Coello es el rumor de su primer poema publicado. Su madre debió encargarse de la finca y Mutis encontró el primer trabajo de su vida siguiendo un cable de teléfono. Alguien había cortado la línea de once kilómetros que mantenía conectada a la hacienda con Ibagué y las fincas vecinas. El joven Mutis decidió ser útil y se hizo capataz de una pequeña cuadrilla que recorría monte para amarrar ese hilo cortado: “Fue una experiencia maravillosa porque, por fin, pude palpar esa tierra que me había cautivado, porque pude comprobar que más allá de las lecturas que me obsesionaban yo servía para algo… Escribir, para mí, siempre ha sido como tender esa línea. Jamás escribo con un plan previo. Siempre estoy abriéndome paso en el papel, como entonces me abría paso entre los matorrales.”
Al final la violencia partidista sacó a la familia de Coello. Mutis dice que siempre tuvo la sospecha de que uno de los agregados llevó a la “guerrilla” para forzar a su madre a entregar la tierra por cualquier precio. Tal vez ese exilio fuera necesario para idealizar un paisaje y gastar buena parte de la memoria personal en recordar las minas, los grandes aguaceros, las caídas de agua, las matas de plátano. Mutis volvió a Coello a llevar las cenizas de su hermano Leopoldo. Un pacto de jóvenes decía que las cenizas de ambos debían ser arrastradas por las aguas del río Coello: “En un acto sencillo -casi diría yo un ritual íntimo- vi como regresaba Leopoldo a esa tierra donde quedaron sentadas las bases de una complicidad que nos mantuvo unidos hasta el último segundo de su vida. Allí estuve con mi hijo Santiago, y le expliqué lo que tiene que hacer con mis cenizas el día que me vaya de este mundo”. Todavía la falta un viaje a Álvaro Mutis.


*Todas las citas son tomadas de El reino que estaba para mí, libro de conversaciones con Álvaro Mutis escrito por Fernando Quiroz hace 20 años.



martes, 17 de septiembre de 2013

Brindar con asesinos





Para sentarse a hablar con un grupo de asesinos se necesitan poderosas razones. Nadie acude por voluntad propia donde matones consumados por el simple gusto de oírlos. El miedo, los recatos morales, el asco y un mínimo respeto por las víctimas hacen que el común de los mortales prefiera evitar el contacto cara a cara con los señores de la muerte. Pero detrás de los asesinos están el poder y las caletas. De modo que muchos deciden visitarlos para prestarles un favor que rendirá frutos, para hacerlos olvidar de su condición de indeseables, para mostrarles el respeto que no merecen o para subir algunos peldaños en un mundo con reglas y lógicas propias. El asesino sabe muy bien que su contertulio de ocasión espera algo a cambio del riesgo que implica llegar hasta su nido de sombras.
Para quienes cumplen una función pública las reuniones con los asesinos son un asunto mucho más delicado. En últimas su investidura representa un poder legítimo, y sus palabras y gestos comprometen a eso que en los discursos y en los libros de texto se nombra como las instituciones. Quien representa un poder público solo tiene dos posibilidades de justificar las tertulias con quienes están condenados por homicidios y señalados de ser capos así se digan comandantes. La primera es que haya sido imposible, a razón de la fuerza y la amenaza de sus anfitriones, decir que no a las citas programadas. En ese caso no son más que víctimas y tienen la opción de denunciar a los generosos chantajistas o renunciar a sus dignidades para no terminar trabajando a su servicio. La segunda es que la charla haga parte de una estrategia encaminada a disminuir el poder de los homicidas, y además, esté autorizada expresamente por la ley. En Colombia para que un representante del Estado pueda programar corrillos con los bandidos se necesita una autorización expresa del gobierno nacional. Una ley aprobada en el año 2002 deja claras las condiciones para acercarse a los líderes de los ejércitos ilegales sin terminar bajo sospecha de ser cómplice.
En los últimos seis años sesenta congresistas colombianos han sido condenados por sus relaciones con los paramilitares. Además de las reuniones entre los hombres de la tarima y los hombres del fusil, bien fuera que terminaran con firma y papel sellado o con un simple brindis informal, se demostró que los paras eran politiqueros muy organizados además de asesinos. Y que eran golosos tanto de las escrituras públicas como de los tarjetones.
Una de esas reuniones, muy en boga por estos días, se desarrolló en Bello en el año 2005. Participaron tres comandantes prófugos y cuatro políticos conservadores bajo el alero de un capo tenebroso. Los congresistas que asistieron se representaban a sí mismos y escondieron el coloquio hasta que fue posible. Se dice que se habló de leyes y procesos de paz. Pero las conversaciones quedaron entre quienes asistieron a la gruta de El Patrón, no fueron insumo para el proceso en ciernes ni sirvieron para mejorar el conocimiento ni la posición del Estado en la negociación. En cambio sí sirvieron para mejorar algunos indicadores electorales de los políticos asistentes y sus pupilos en las zonas donde los matones imponían su ley. La reunión terminó en la madrugada luego de algunos whiskys. Puedo apostar que la botella no tenía estampilla.


miércoles, 11 de septiembre de 2013

Dos dramas







La vanidad es una de las obligaciones de la política. El candidato es siempre un actor suplicante que busca la admiración con algo de desvergüenza. No importa que sea concejal de Malambo o El Bagre, el político siempre tendrá un corrillo que lo convence de la gracia de su ceño y la oportunidad de sus ideas. Cuando caminan entregando sus manos van pensando en una palabra que los envanece y los excita: elegido. Para lograr la admiración los aspirantes deben ser pretendientes día y noche, esconder sus garras y lucir sus dientes,  fingir la benevolencia o la furia según los vientos de los titulares en las revistas. Las elecciones son el espejo definitivo, las encuestas son reflejos que desvelan, los debates son olimpiadas de la suficiencia, las entrevistas son el teatro para evadir la emboscada y buscar el halago.
En la misma cuadra, en la capital de la República, dos políticos colombianos viven el drama del repudio. Si el color de los partidos y la desconfianza lo permitieran deberían sentarse juntos a rumiar sus cuitas. Eso sí, lejos de las ventanas para que no se vean esas dos siluetas como sombras derrotadas. Juan Manuel Santos y Gustavo Petro han llegado al fondo de las encuestas por vías muy distintas.
El primero es un fanático de la simulación. Como el político que retrata Javier Cercas en Anatomía de un instante, ha aprendido que ya no es la realidad quien crea las imágenes, sino las imágenes quienes crean la realidad. Y se posesiona descalzo en la Sierra Nevada de Santa Marta, igual a como se casan las parejas de la farándula; o se pone solemne, con su corbata azul Naciones Unidas, para firmar la ley de víctimas y restitución de tierras al lado de Ban Ki-moon. Y uno se pregunta, ¿Cómo diablos será el Presidente de Colombia en el tras escena, oculto todavía por el telón que lo separa de nuestros ojos de espectadores, un minuto antes de que su edecán de turno le indique que es hora de enfrentar al mundo? Esa actuación permanente, esa vanidad que lo obliga a contemporizar con cualquiera de sus contradictores, a ajustarse a la imagen que le exige quien lo mira; ese miedo a parecer demasiado real lo ha llevado al peor de los escenarios para un hombre apegado a las opiniones ajenas. Porque estar por debajo de la estampa de Pastrana después del Caguán solo puede ser peor que perder con la foto de Samper luego de que lo absolviera un tal Heyne.
El segundo, en cambio, es un fanático de sus ideas. Ha tallado un código con una variedad de reglas que jura defender cada mañana, y está dispuesto al harakiri antes que violar su credo. Gustavo Petro es sobre todo un moralista que atiende cada uno de sus dogmas como si se tratara de una cuestión de vida o muerte. Lo suyo no es una simulación, pero sí una pose, como todo gesto virtuoso que intenta un político. De modo que Petro se opone a lo racional en busca de lo que queda de las utopías, así deba terminar construyendo sus sueños en compañía de las mañas de los burócratas. Y pelea con los capitalistas porque le dan la comida muy caliente a los niños en los restaurantes escolares, y obtienen mucho margen con en el arroz y el maduro, de modo que decide darles a los escolares una bolsita con panela y arroz crudo, para que todo sea más austero, más limpio y más maluco. Por esa vía ha terminado por sacar de quicio a sus propios apóstoles y ya no queda mucho más que la soldadesca que caminará con él hasta el final de su parábola.
Santos y Petro, pobres pretendientes, dos caras de la misma moneda del desprestigio.


martes, 3 de septiembre de 2013

En traje de campaña







Hace diez meses, con el discurso de Iván Márquez en Oslo, las Farc salieron de un ostracismo político que duró más de una década. La ofensiva militar del gobierno, el desengaño ciudadano luego del Caguán, sus ocupaciones en el negocio de la coca y su ferocidad frente al más mínimo disenso, lograron ocultar por completo su viejo discurso de reivindicaciones. Los partes de guerra se convirtieron en la única noticia acerca de una guerrilla con hoz y sin voz.
La primera actuación política en medio de las conversaciones fue una bravuconada bajo un lirismo inflamado y patético. Ese día Iván Márquez lanzó un reto general al establecimiento al señalar culpables a diestra y siniestra y pedir poco menos que la reinvención del país. El memorial de agravios desmesurado, casi surreal, fue recibido con sorpresa y ofuscación. Habíamos olvidado el lenguaje y las reclamaciones ampulosas.
  Todavía no sabemos si las Farc han cambiado, su caparazón es duro y su dogmatismo ha crecido ante la falta de interlocutores, pero está muy claro que sus aparentes preocupaciones de hoy son muy distintas a lo que oímos en el discurso de Oslo. Poco a poco parecen haber abandonado las pretensiones de refundar la patria para comenzar a hacer política menuda, a opinar sobre los temas de todos los días, a apoyar causas menores y buscar simpatías con el oportunismo radical. Han pasado de cuestionar la Constitución a pelear la redacción de los decretos. Ahora hablan del precio de la gasolina y los fertilizantes, de los abusos de las farmacéuticas y la necesidad de unas curules propias; opinan sobre el umbral que salvará a los partidos minoritarios y defienden a los mineros del Bajo Cauca, hasta hace poco sus enemigos militares y hoy simples trabajadores bajo el abuso estatal. Por supuesto han acogido las reivindicaciones campesinas comenzando por su fortín en el Catatumbo y terminando en el Caquetá. En pocos días hablarán de los conductores borrachos y de la reelección de alcaldes y gobernadores.
El peligro es que las Farc comiencen a sobreestimar su papel en los recientes movimientos campesinos y revueltas citadinas. El gobierno ha señalado a la Marcha Patriótica como culpable de algunos saboteos y empecinamientos. Los jefes guerrilleros en La Habana deben estar excitados viendo los bloqueos por televisión: ahora no solo tienen micrófono y atención diaria sino que suponen una respuesta de las “masas”. En Caguán se equivocaron en el cálculo sobre su poder militar, y en Cuba se pueden equivocar sobre su credibilidad y fortaleza política.
Con la mezcla de política menuda e intimidación vía fusiles no solo se pueden engañar, también pueden confundir al país entero. Ahora mezclamos el reclamo de los campesinos cocaleros y los productores de papa, y en un mismo campamento están los mineros del Bajo Cauca y los Campesinos de Ituango, Petro dice que los vándalos en Bogotá fueron contratados por las Bacrim mientras el ministro de defensa habla de milicianos. La cosa está tan revuelta que Uribe utiliza los grafitis de Robledo. Hace casi 30 años Jacobo Arenas pensó en el proselitismo de la UP como una estrategia para lograr mayor presencia en las capitales. La guerra seguía siendo su mayor obsesión y sabemos cómo terminó el doble juego. Alargar el capítulo armado mientras se busca un papel en los titulares de prensa es una estrategia excitante pero muy riesgosa. El contagio entre proselitismo e intimidación es inevitable. Ojala de la Calle y Timochenko, cada uno por separado, lo tengan bien claro.