martes, 30 de octubre de 2012

Mercenarios




 
 
 

Los especialistas en los trabajos de la muerte no se hacen de un día para otro. No se trata solo de saber usar las armas e intuir las emboscadas. Desde los primeros días, cuando apenas se reconoce la sensibilidad del gatillo y se espantan los miedos, es necesario un poco de anestesia natural contra los remordimientos y los escrúpulos: poco a poco el odio y la paranoia van entregando la autorización a los verdugos consumados. Ya se han olvidado las primeras motivaciones para matar; ahora se trata de un oficio simple, del encargo a un carnicero. Así trabajan los mercenarios, venden su capacidad de mantenerse vivos mientras matan, enseñan sus técnicas al mejor postor, exhiben un carácter, hacen ver pequeños a sus enemigos.

Muchos de los señores de nuestras guerras, hombres que apenas llegan a los cuarenta años, han acumulado sus muertos en bandos diversos. Primero usaron algunas franquicias importantes y luego, poco a poco, armaron su propio ejército. Aquí no importan bandos ni brazaletes, en esas luchas largas los guerreros se confunden, hacen parte de un mismo ejército, de una misma estirpe. Se disparan entre ellos y si tienen la suerte de sobrevivir se dan la mano en un trato futuro. Dos de los nombres mencionados hace poco en los principales prontuarios cuentan bien la confusa historia de las matanzas en Colombia.

Alias Guerrero, que recién entrega sus armas en Trujillo bajo la chapa de Los Rastrojos –tal vez pronto se convierta en gestor de paz-, entró a la guerra a los 16 años, usando la cédula de su hermano para incorporarse a la Brigada XVII del ejército en Urabá. Cuando pillaron su trampa y le quitaron el uniforme, un compañero de armas lo recomendó para ser guardaespaldas de los Rodríguez Orejuela. Pero el hombre no estaba hecho para labores defensivas y buscó refugio en el Bloque Central Bolívar donde se convirtió en un fuerte peleando en Putumayo y Caquetá. Los Paras se desmovilizaron pero él sabía cuál era su proyecto productivo y se enroló en la guerra entre Rastrojos y Machos. Chirrete, un perro tuerto, es su más fiel compañero.

Alias Leo está llamado a ganar el apoyo de los combos en Medellín para la marca de Los Urabeños. Comenzó en el EPL, en Urabá, luchando bajo la consigna de una estrella roja. En 1991 una singular desmovilización acercó a algunos miembros del EPL a la casa Castaño, que les hacía la guerra en Turbo y Apartadó. Don Berna y Juan de Dios Úsuga hicieron un tránsito parecido, desde la revolución hasta la lucha antisubversiva, para terminar con un ejército de narcos y asesinos a sueldo. Y contactos en los altos sótanos.

Son apenas dos historias que completan las de los milicianos del M-19 reunidos en los campamentos de paz de los años ochenta en Medellín, convertidos meses después en sicarios y dinamiteros del Cartel. O de Don Antonio,  Doble Cero y Tolemaida, que pasaron de los cursos de lanceros y los viajes al Sinaí a manejar los frentes de guerra más activos de los paracos.  Qué decir de Cuchillo, que pasó por el Ejército, el Cartel de Medellín, trabajando para Rodríguez Gacha, las Autodefensas y luego, bajo el ala del Loco Barrera, íntimo de los comandantes guerrilleros en las épocas del Caguán, fue socio de las Farc. La pólvora, las balas, la coca, los hombres se mezclan entre muertes y traiciones por el camino de caños y ríos. Las fichas se revuelven solas en esa bolsa negra de la guerra.

 

 

 

martes, 23 de octubre de 2012

Interlocutores imposibles


 

 
En las discusiones no sucede como en el boxeo, donde los rivales débiles conducen a combates fáciles. Discutir con un hombre empecinado en sus verdades, dispuesto a defenderlas con sinrazones, cuatro trucos baratos y dos insultos grandilocuentes es enfrentar la peor de las suertes. Siempre se pierde algo frente a esos inevitables contradictores. Como mínimo el tiempo y la paciencia. Pero eso no es lo más grave; a fin de cuentas, ese par de monedas escasas están hechas para gastarlas en causas nobles, ocios respetables, vicios hueros o trabajos forzados. Lo que de verdad se pierde en las discusiones contra personas acostumbradas a guiarse por odios viejos y cartillas tiránicas, por razones sagradas y sueños redentores, es la posibilidad de encontrar respuestas. El interlocutor sabio y moderado terminará por ponerse al nivel de su contraparte y haciendo de profesor que guía una pataleta. El interlocutor medio acabará intentando que la ironía corte el nudo de malentendidos. En cualquier caso, ya no se hablará del tema convenido sino de las obsesiones del obtuso de turno y de las fallas retóricas de su perorata.
 Ahora el país entero está obligado a atender a las discusiones planteadas por las Farc, un interlocutor que, además de los problemas descritos, tiene la costumbre de convencer a sus contradictores con el sutil argumento del fusil. Santos ha dicho que nada se pierde con intentarlo, pero ya hemos perdido algo en este nuevo intento: otra vez el nivel de la discusión pública está a la altura de las Farc, de nuevo la izquierda armada es más importante y más visible que la izquierda democrática, se repite la gazapera en torno a los dogmas ideológicos cuando ya habíamos logrado aceptar unas reglas básicas y debatir unos indicadores ciertos. Pensemos en un salón de clase que ha venido discutiendo algunas lecciones y ha identificado cuatro o cinco puntos claves para pulir los argumentos. De pronto, llegan cinco alumnos con los peores antecedentes: no conocen los temas sobre los que se han dado los acuerdos, no paran de hablar y buscan imponer las costumbres del antro del que los echaron por físico agotamiento. Es el momento de las distracciones y las riñas. Toca comenzar de nuevo a dictar las reglas, y se paga con el estancamiento en la resolución de los problemas.
 Así pasa hoy con las Farc luego de los 33 minutos de incontinencia y desquite de Iván Márquez. Algunos ejemplos: cuando el Estado y los líderes de los cabildos discuten los problemas en el Cauca, aparece el verso de los victimarios que reclutan menores indígenas con el anzuelo de una moto, un celular y un arma, de modo que ya no se discuten las reformas a los mecanismos de “consulta previa” de las comunidades indígenas y afros sino “la dignidad de los poderes ancestrales”; cuando las alertas ambientales surgen de organizaciones ciudadanas que de manera pacífica han logrado decisiones públicas en casos como Santurbán, el túnel de Oriente o la desviación del río Ranchería, nos vemos obligados a escuchar a los socios claves en las dos empresas más depredadores que existen en el país: la coca y la minería ilegal; cuando en los medios y el Congreso se hacen preguntas pertinentes sobre una ley de restitución de tierras que hasta ahora tiene más papel que hectáreas, nos toca concentrarnos en los panfletos de quienes son señalados como despojadores en el 35% de las denuncias.
 Será muy difícil que la pandilla logre adaptarse a las reglas del salón. Combinan muy bien la arrogancia y la ignorancia supina. Es muy posible que nos hagan perder el año.

martes, 16 de octubre de 2012

Último disfraz




 

 

Los últimos días de los grandes narcos reflejan siempre una farsa, una actuación torpe y desesperada que busca tapar los gustos desmesurados con las costras de la pobreza o el rigor de la austeridad. Mafiosos bajo el disfraz humilde y triste de sus lavaperros, narcos claustrofóbicos en un apartamento de estudiantes, capos bajo el ala del sombrero roto del mayordomo.  La reciente muerte de Heriberto Lazcano Lazcano en El Progreso, un pueblo de mala vida en Coahuila, México, demuestra que las películas no siempre exageran con sus escenas de polvo y sangre.

Lazcano estaba parqueado en su camioneta, acompañado de su último guardia, viendo desde la ventanilla un partido de béisbol entre las novenas de El Progreso y Ciudad del Parque. Tal vez no quería abandonar el aire acondicionado para ir a sentarse en las tribunas de madera del “diamante”. Con seguridad miraba con algo de asco ese escondite donde el letargo y la sospecha son una sola cara. Un pueblo desahuciado, con algo de vida en diciembre cuando los hombres regresan de Texas a lucir sus camionetas y entregar los regalos a sus mujeres e hijos, resultó demasiado seco y silencioso para pasar desapercibido. Alguien vio los fierros de los dos hombres extraños, se asombró por sus botellas relucientes y dio un aviso. La policía respondió con desgano, fueron a buscar un simple camaleón que ponía problemas a causa del alcohol y se encontraron con la víbora más preciada. Ni siquiera lograron reconocerla, la dejaron tirada en la funeraria de ese pueblo sin morgue: “¡Que la recojan sus dolientes!”, pensaron entre burlas. Y sí, al rato llegó el comando de encapuchados. A estas alturas la víbora debe estar embalsamada en algún santuario de la señora muerte.

Algunos de los nuestros también han representado sus pantomimas últimamente. Diego Rastrojo fue tal vez el más clásico. Una finca arrocera en el municipio de Rojas en Barinas, Venezuela, era su refugio. Pero tampoco se las iba dar de campesino con una simple Unidad Agrícola Familiar. Mejor tener la más grande de la región y tirar línea, prestar plata, posar de vecino bueno: el patrón del bien. Dicen que hacía de capataz, y a falta de dueño el capataz manda. El sombrero y el tractor hacían el resto. Una camioneta destartalada y un carrito como de juguete servían de flotilla. Pero el Whisky siempre delata y por ahí se comenzó a descocer el disfraz.

Valenciano, uno de los capos de la Oficina, también estaba pasando trabajos en Venezuela. Luego de las grandes casas con gimnasio en Maracaibo y las tardes de shopping para calmar el tedio en el Catire, el Doral Center o el Comercial Pereira, llegó la paranoia. Terminó entonces en un primer piso de tercera en un edificio con nombre de primera en la ciudad de Maracay: Falcon Crest. Una famosa enfermedad del codo fue su perdición: apenas les pagaba un millón de pesos a cada uno de sus cinco guardias.

El Loco Barrera estaba dedicado a sus vueltas por medio de llamadas desde más de sesenta teléfonos públicos. Hacía de ganadero en San Cristóbal y había perdido hasta la ostentación de la barriga. Una mujer le manejaba su carrito de segunda y parecía más un tramitador que un capo. Las conversaciones desde las cabinas lo muestran regateándole un millón de pesos a su proxeneta de confianza por el servicio de las prostitutas.

Al momento de la captura o la muerte los grandes capos quedan perfectos bajo el disfraz que hace minutos parecía patético. Ahora les caza la camisa rota, el carro viejo, el apartamento raído. Han perdido el aura que hacía que todo les quedara corto.

miércoles, 10 de octubre de 2012

El imbatible






 

Hugo Chávez es sobre todo un acertijo electoral. Desde su primera aparición pública luego del fallido golpe de 1992, cuando en un minuto se rindió y dejó rendida a la audiencia, sus palabras y sus actos señalaron una figura prometedora. El mismo Rafael Caldera, presidente a quien sucedió en el poder, recuerda con entusiasmo la figura del golpista y su estreno: “Debo confesar que el 4 de Febrero, Chávez me causó una excelente impresión, como se la causó a todo el mundo. Aquellos segundos que usó Chávez en la televisión presentaron a un hombre equilibrado, sensato. Dijo sus palabras bastante bien dichas, de manera que se graduó como un artista de televisión, indudablemente”. Alguna vez dijo su jefe de comunicaciones que a Chávez como a Madonna le gustaba salir ante los medios.

Pero vendría la cárcel y ese minuto resultó cortó y lejano para que la gente lo recordara 4 años más tarde, cuando despuntaba su primera campaña. Según la biografía escrita por Cristina Marcano y Alberto Barrera, 2 años antes de la elección de 1998 Chávez era el candidato indeseado: los periodistas se escondían de sus retahílas y la gente lo recordaba como una anécdota vieja. Tenía apenas el 7% de intención de voto y todo el mundo estaba pendiente de la sonrisa de Irene Sáez, la reina que lideraba las encuestas. El ex coronel hacía campaña como un renegado: recorriendo el país en una camioneta, parando cuando le hacía falta un pastel, una gaseosa y un Belmont. No tenía nada: ni partido, ni trabajo…ni siquiera boina.

Chávez comenzó a crecer con su retórica encendida en medio de las protestas contra el bipartidismo de Copei y Alianza Democrática. Otro de sus célebres discursos se da sobre el techo de un carro en medio de una manifestación al frente del Congreso. Comienzan a arder las banderas del imperio. Su grupo es una mezcla de militarismo y marxismo radical que no está del todo convencido de seguir la vía electoral. Cuando deciden que los votos son el camino firman su primera consigna: “Por la Asamblea Constituyente, Contra la corrupción, Por la defensa de las prestaciones sociales, Por el aumento general de sueldos y salarios. Gobierno bolivariano ahora”.

Ahora y siempre, habría que decir. Porque Chávez ha dejado de ser un simple candidato con canciones y consignas pegajosas para ser el líder de un partido que representa al Estado con las reservas de petróleo más grandes del planeta. A la hora de las elecciones Chávez puede decir tranquilamente el Estado soy yo. Ahí está su manto rojo, rojito, representado en sus 13.679 comandos de campaña, en sus funcionarios públicos comprometidos o amedrentados que no solo votan sino que consiguen 10 votos más, como en las sencillas pirámides o en las iglesias más primitivas de los barrios. En Venezuela ya no es válido hablar de clientelismo, las clientelas son traicioneras y oportunistas, allá hay una militancia mucho más cercana al orden de los cuarteles. Y la oposición tiene su cuota de responsabilidad. Durante años jugó a la lógica del triunfo por la vía de la conspiración e hizo fácil para Chávez justificar el blindaje de todos los poderes: el ejército, PDVSA, los órganos electorales, los medios de comunicación.

Luego de todo lo que ha pasado durante 14 años, Chávez obtuvo apenas un punto menos del 56.2% que marcó su primer triunfo en 1998. Su cifra mágica sigue intacta. El mito crece y el fervor se mantiene. Mover al 20% que no vota no parece posible, robarle algo a su 55% garantizado por vía oficial es un sueño del que recién despierta Venezuela. Chávez perderá, cuando no esté.



martes, 2 de octubre de 2012

Campanazo




 

 

Hace apenas ocho días algunos secretarios de despacho de la alcaldía de Medellín lanzaron un Plan Piloto de Vida, Seguridad y Convivencia para el Centro. El lunes pasado se vieron los primeros frutos de la iniciativa: una asonada de cerca de seis horas que obligó a cerrar varias estaciones del Metro, buena parte del comercio, provocó bloqueos en las vías, atracos y la destrucción de la oficina de espacio público. El gerente del centro está recién nombrado y no tenía nada que decir: llegó luego de siete meses de un proceso de escogencia que imagino arduo. El secretario de gobierno luce una (e) desde hace más o menos tres meses: la interinidad solo sirve para mantener en vilo a los empleados bajo su mando. El secretario de seguridad únicamente habla de las cámaras que se colgarán de los postes. Mejor que no dijo nada: los policías se cogen la cabeza cuando habla. El alcalde Aníbal Gaviria se escondió durante seis horas y apareció al final de la tarde con una versión que culpaba a bandidos infiltrados en lo que era una manifestación pacífica: “esto sucedió porque estamos tocando los poderes oscuros del centro de la ciudad”, concluyó, antes de darle la palabra al General Yesid Vásquez, el verdadero alcalde de Medellín.

Me gustaría pensar que la administración tuvo un mal día: fallaron los planes sobre el papel, se subestimaron riesgos, se desconoció la complejidad de una ciudad con la chispa adelantada y se reaccionó tarde. Pero casi siempre estos campanazos tempranos son el reflejo de problemas más grandes de incapacidad, alejamiento de la realidad y desconocimiento de procesos anteriores. Le sucedió a Petro en Bogotá hace unos meses con las protestas en Transmilenio y ahora a Gaviria con los venteros ¿Qué pasa en la alcaldía en Medellín?

La crisis del lunes pasado puede entregar algunas respuestas. En los últimos ocho años hubo cuatro gerentes del centro. Una parte de su trabajo se concentró en organizar a los venteros para evitar que sus demandas se trataran de manera individual como simples favores clientelistas.  La idea era evitar negociaciones carné a carné con una clientela dispersa y fácil de manejar electoralmente. Se buscaba que las asociaciones tuvieran derechos más estables y compromisos más serios. Se crearon cerca de treinta y dos asociaciones y se intentó poner orden con base en la concertación. Aceptando que la economía popular hace parte de las ciudades pero no las puede hacer invivibles, se pusieron reglas sobre quienes podían ocupar el espacio público y se señalaron calles que estarían libres de ventas y calles que tendrían ocupación regulada. Cerca de 4000 personas participaron de ese proceso. No he oído a ningún funcionario hablar de esa experiencia.

La administración Gaviria lleva nueve meses gobernando de puertas para adentro, concentrada casi únicamente en cumplir una milimetría burocrática que haga todo más fácil en el Concejo y en la mecánica partidista, y todo más difícil en la ejecución de los proyectos y la continuidad de los procesos exitosos. Mientras el alcalde hace de secretario de burocracia se desechan conocimientos claves con el único fin de renovar escritorios y entregar cuotas. Pasó con el manejo del centro de la ciudad y en escala menor con el museo Casa de la Memoria, donde el contacto de dos o tres años con las víctimas se cortó en busca de cupos para las planillas políticas. Siempre será importante tener contentos a los aliados políticos, pero si se dedican a jugar solo entre ellos tarde que temprano los espectadores, o sea los ciudadanos, se sentirán engañados y tirarán el tablero.